Hubo un tiempo en que los días duraban a veces como meses enteros, y otras veces eran en cambio breves como un segundo escurridizo. Yo en esa época me levantaba de la cama sin saber en absoluto cuanto tiempo me iba a deparar la jornada por delante.
Si tocaba un día largo, todo podía empezar con un desayuno frugal de tostadas con periódico, eternizarse luego con la modorra de un paseo a ningún sitio, tal vez escuchando música con los cascos (música lenta, por supuesto). Tras un vacío ineludible (las tardes, en verano, son un agujero inmenso en la existencia) llegaba el placentero principio de la noche. Entraban entonces ciertas ganas de recuperar los cientos de minutos perdidos antes y fácilmente uno se lanzaba en brazos del teléfono: amigos, un bar y las cervezas.
Si el día en cambio venía corto, entonces desayuno, comida y cena se amalgamaban en una sucesión continuada de gazpachos y pinchos de tortilla, con palabras a tropel aderezándolo todo, y con los sonidos ruidosos y adrenalinicos de Radio Futura marcando el compás. Luego los cubatas de garrafa, los garitos y a ligar –o a intentarlo-. La noche se quemaba como una cerilla que se prende demasiado pronto, convertida en seguida en un patético palillo carbonizado, para caer después rendido en la cama, agotado, tarde en el reloj, pero tremendamente pronto en tu cabeza.
(Foto: Luis Echanove)
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