Se sentía culpable por escribir demasiado rápido en su blog. A veces pulsaba las casillas del teclado como un asesino apretaría el gatillo de su repetidora ante una aglomeración de potenciales víctimas, otras como un pianista virtuoso interpretando a Mozart. La única premisa, a la hora de escribir, era no pensar en lo que hacía, y dejar a sus dedos jugar con las letras trazadas en bajo relieve sobre cada tecla. Lo de menos era el tema, el asunto, el motivo sobre el que escribir. El estilo tampoco importaba tanto. Mientras no dejase de escribir, estaría vivo, vivo y dispuesto a proyectarse al mundo a través de sus mensajes. Y escribió, y escribió, y escribió, escribió hasta agotarse, hasta limar sus uñas con el roce, hasta hacer sangrar sus dedos, hasta causarse codo de tenista y lumbago agudo en la espalda. Comía poco, tal vez unos panchitos o una manzana, y manchaba el teclado con su comida. Bebía poco también, coca cola más que todo. Dormía reclinado a ratos sobre el gran sillón de orejas. Siempre delante de la pantalla, siempre escribiendo, sin detenerse. Porque sabía que, si se detenía, la sensación de culpabilidad por perder su tiempo escribiendo desaparecería, y, sin culpabilidad, tal vez no hay vida.
(Foto: Luis Echanove)
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