miércoles, 8 de diciembre de 2010

Memorias de la Intifada (2)

Jerusalén

Nos sirvió la pizza con gesto torcido. Acudíamos con frecuencia al pequeño y acogedor restaurante del barrio cristiano, en la ciudad vieja, así que ya habíamos adquirido cierta confianza con aquella camarera peruana.
-¿Te encuentras bien?-, la pregunté, con tono de cierta preocupación.
-Realmente no…la casa en la que vivimos es muy fría, está vieja, la calefacción no funciona… pero él no quiere que nos mudemos, el quiere que vivamos ahí.
- Si quieres puedo hablar con él, intentar convencerle –dije, asumiendo que ese “él” era su marido o su pareja.
Entonces ella dibujó una sonrisa de oreja a oreja y me replicó:
-¡Ah! Pero entonces…¿tú también puedes hablar con “él”?, mientras señalaba con el dedo índice hacia el cielo.

Jerusalén atrae, como un polo magnético, a toda suerte de iluminados, desesperados, profetas o simples chiflados. La religión, la historia, lo invaden todo en la ciudad, como cubriéndola con una capa pastosa que se adhiere a cada monumento, a cada callejón, a cada rincón de ese laberinto de piedra blanca que es la Ciudad Santa. Jerusalén es, a fin de cuentas, un museo viviente de la historia del monoteísmo. Un museo maravilloso, pero a la vez agotador, o incluso inquietante.

La basílica del Santo Sepulcro es tal vez, el eje crucial del paroxismo religioso de la ciudad. La gestión del edificio se encuentra dividida entre las innumerables corrientes e iglesias cristianas, que se disputan cada milímetro cuadrado del espacio sagrado con un ahínco no muy santificante. No es raro ver a un cura católico increpando a gritos a un monje griego ortodoxo por una silla mal colocada que vulnera mínimamente el “territorio” propio. En el Santo Sepulcro, como en la vida misma, también hay un Tercer Mundo: Los pobres coptos etíopes, que llegaron tarde al reparto, decidieron hace siglos instalarse en el tejado del edificio, y ahí siguen viviendo, en sus ruinosas chozas de paja.

La religión es omnipresente en Jerusalén. Por las callejas de la ciudad antigua tiene lugar un eterno desfile de modas clericales: austeros franciscanos; popes armenios con sus casullas puntiagudas, imitando el Monte Ararat; sacerdotes siríacos con turbantes y capas de intenso color rosa; ayatolas y mulás islámicos, en bata y chancletas y, por supuesto, los despistados ultra ortodoxos judíos, vestidos de negro desde los zapatos al sombrero, que saben caminan sin tropezarse mientras leen obsesivamente a través de sus gruesas gafas de culo de botella pequeños libros religiosos desgastados del constante uso. El festival de atuendos sagrados se adereza con otros muchos personajes, a cual más variopinto: peregrinos católicos filipinos cuya visita a la ciudad en los difíciles años de la segunda Intifada no respondía tanto a un acto de bravura como a la ignorancia absoluta sobre la situación de inseguridad reinante; policías y soldados israelíes, con sus metralletas de escala colosal y el perenne rictus chulesco, acentuado por las gafas de sol de espejo; campesinos palestinos; judías rusas luciendo la versión resumida de una minifalda, beduinos…..

Eva y yo vivíamos en el monte de los Olivos, en una casita alquilada a los luteranos que regentaban el Augusta Victoria, el neogótico cuartel general de la Iglesia Evangélica Alemana en Tierra Santa. Tal y como nuestros amigos no dejaban de repetirnos cuando nos visitaban, desde nuestra pequeña casa se dominaba la mejor vista de la ciudad, merito nada despreciable en una urbe por definición escénica.
Cada noche, antes de dormir, me sumergía en la contemplación, me diluía en la silueta asombrosa de la Ciudad Vieja: la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, las impresionantes murallas, los campanarios de las iglesias… y entonces Jerusalén, la ciudad capaz de generar locura, de hacer derramar sangre, de provocar guerras, odios y destrucción, se transformaba de pronto, ante mis ojos, en la quintaesencia de la paz.

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