-Eres un cara dura- dijo ella con desgana, casi escupiendo sus palabras. Él no contestó, tampoco su rostro hizo ningún gesto de replica. Solo la miró, con ojos algo bajos, pero todavía penetrantes. Él la siguió observando un buen rato, esperando alguna reacción por su parte. Pero ella también guardaba silencio. Era un silencio vacío. Todos los silencios lo son, por supuesto, pero algunos lo son más que otros. Hay ciertos silencios intensos, incluso dramáticos; a veces resultan patéticos o vergonzantes. Pero el silencio que esta vez mediaba entre ellos no respondía a ninguna de estas características. Era solo silencio sin paliativos. Ella hubiera querido romper ese espacio sin palabras y decir cualquier cosa, pero, algo en su fuero interno la retenía. Al fin y al cabo, era ella quien había lanzado el desafío con sus palabras duras. Le tocaba ahora a él expresar su visión sobre el asunto. En cuanto a él, se sentía también algo incomodo con ese estar callados, pero, de algún modo, temía ahondar en el problema si abría la boca. Así pues, continuaron mirándose, ya sin ninguna jactancia, sin ningún interés incluso, como se miran a los pasajeros de un vagón de metro que pasa. La situación no iba a ninguna parte así, los dos lo sabían. Pero, de algún modo, comenzaban a sentirse cómodos con la quietud sin voces y ese mirarse. Se prolongaba aquel esperar congelado, sin que ninguno de los dos mostrase voluntad de romper el hechizo del mutismo. El tiempo, dicen, no se detiene nunca, aunque todo lo demás permanezca quieto. Salir de ese letargo silencioso era ya difícil, cuando no imposible. Al cabo de los días, comenzaron, simplemente, a olvidar las palabras. Y así siguen, hasta hoy, después de quien sabe cuantos años, mirándose sin mirarse, uno frente al otro, sin cruzar ni una frase.
(Foto: Ignacio Huerga)
No hay comentarios:
Publicar un comentario