Era un día de fines de febrero, aunque dentro de esa enorme pecera atemporal que es un aeropuerto las estaciones no existen y las noches solo se diferencian de los días por la menor frecuencia de pasajeros.
En la mesa contigua de esa cafetería sin personalidad un grupo de indonesios con camisas de batik todas iguales desayunaba en silencio bocadillos de pollo recalentados en el microondas del mostrador.
Nadie es uno mismo en un aeropuerto. Nos transmutamos en habitantes de una nación de paso y sin nombre. Los motivos del viajar de cada uno ya no importan: en un aeropuerto todos somos presos condenados a vagar por pasillos demasiado iluminados.
En eso pensaba yo. Con la mirada fija, sin darme cuenta, en los indonesios uniformados que, a pocos metros, mordían despacio sus bocadillos, en total silencio. Y de pronto uno de ellos me sonrió, como saludándome, del mismo modo que darías los buenos días a tu vecino al cruzartelo en el portal. Enseguida me di cuenta de que aquel tipo no estaba preso. No...el no volaba a ninguna parte. El era libre.
(Foto: Ignacio Huerga)
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