Escribo esto y mientras vivo unos raros segundos de existencia apátrida. Un funcionario de colorido uniforme se ha quedado de malos modos con mi pasaporte para tramitar el visado temporal.
Ahora, junto a una horda de ciudadanos del mundo desposeídos del mismo modo de nuestra carta de identidad, espero paciente a que un subalterno, con uniforme diferente pero idénticas malas formas, aparezca con un fajo de pasaportes y masculle en voz baja nuestros nombres con acento impronunciable. Cada vez que el subalterno asoma, nos arremolinamos todos en torno a él, ansiosos de recuperar nuestros documento y así ser nosotros mismos otra vez.
Ahora, junto a una horda de ciudadanos del mundo desposeídos del mismo modo de nuestra carta de identidad, espero paciente a que un subalterno, con uniforme diferente pero idénticas malas formas, aparezca con un fajo de pasaportes y masculle en voz baja nuestros nombres con acento impronunciable. Cada vez que el subalterno asoma, nos arremolinamos todos en torno a él, ansiosos de recuperar nuestros documento y así ser nosotros mismos otra vez.
Yo ya estoy comenzando a perder las esperanzas. No me veo capaz de superar esta primera prueba iniciática en paciencia africana.
Y al fin llega el momento. El funcionario malencarado me entrega un pasaporte chino. Ahora tengo veintisiete años. Nací, según parece, en Guangzhou y estoy casado, creo, con la chica asiática del gorro extraño que juega con su teléfono móvil en un rincón.
Y al fin llega el momento. El funcionario malencarado me entrega un pasaporte chino. Ahora tengo veintisiete años. Nací, según parece, en Guangzhou y estoy casado, creo, con la chica asiática del gorro extraño que juega con su teléfono móvil en un rincón.
(Mapa: Juan Echanove)
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