Dedicado a mi hermana Almudena, que siempre ha entendido lo que los mapas significaban para mí.
Yo pensaba que mi afición casi compulsiva por mirar mapas en los atlas y también por inventar mis propias cartografías de países de ficción era, en el fondo, un vicio sucio e inconfesable. Poco importaba que mi enciclopédicos conocimientos geográficos (de tanto mirar mapas al final te los acabas aprendiendo) fueran la admiración de amigos y familiares o que esos planos de pueblos inventados que alzaba a mano para matar los ratos muertos fueran objeto de fisgón interés por parte de colegas y curiosos…el caso es que yo no conocía a nadie, a nadie en absoluto, que compartiera conmigo tan disparatados hobbies.
Puede que la capacidad para enumerar los países que recorre en río Zambeze o para identificar una provincia de Bolivia viendo su contorno en un mapa mudo sirvan para participar en concursos en la tele o divertir a la audiencia en una cena, pero eso no te libra de la íntima sensación de ser un 'freak', un colgado, un maniático. Luego, con el tiempo, descubres que todo el mundo padece sus propias obsesiones y que el amor frenético a la geografía no es, ni mucho menos, la peor de todas. De todos modos, yo seguía en el fondo un poco avergonzado de esa baja pasión mía.
Me terminé acostumbrando a no corregir a la gente cuando cometían algún error sangrante, del tipo ubicar Petilla de Aragón en la provincia de Zaragoza en lugar de en Navarra. Desistí también de recordar a mis interlocutores la capital, siempre en la punta de la lengua, de tal o cual país del África Central. Procuré también evitar que nadie nunca se enterase de que puedo enumerar de memoria afluentes de todos los grandes ríos de España y me cuidé muy mucho que revelar mis capacidades para identificar islas en Oceanía. Quería, a toda costa, pasar desapercibido, no parecer un pedante ni incomodar a los demás haciendo resaltar la inmensidad de su ignorancia geográfica.
Cierto es que sabía de amigos o conocidos que a los que también les gustaba mirar mapas a hurtadillas de vez en cuando. Cuando creía ver en su actitud el espíritu real del amante de la cartografía, comenzaba a compartir con ellos esos esotéricos secretos que un atlas solo revela a los ojos mas avezados. Pero en la mayoría de los casos no me seguían la corriente como yo esperaba. Les gustaban los mapas, sí, pero para verlos superficialmente un rato, no para leerlos de verdad, como si se tratase de un libro.
Sólo una vez o dos en mi vida dí con verdaderos exaltados como yo, pero ni aun ellos llegaban a ese grado superior de chifladura cartográfica consistente en inventarte mapas que parezcan reales. Nunca encontré a nadie tocado por el don divino de saberse la capital, la población y en número de atolones que conforman el archipiélago de Kiribati.
Hace tres meses mi madre me regaló, por consejo de mi hermana Almudena, el libro que por fin me ha ayudado salir del armario geográfico. Se llama “Un mapa en la cabeza” y el autor, Ken Gennings, es un fanático del tema de mi verdadera talla.
Casi me dieron ganas de llorar de la emoción (no exagero nada en absoluto) leyendo su relato intimo del momento en que descubrió, siendo niño, que los perfiles de Tanzania y del Estado norteamericano de Wisconsin son prácticamente idénticos. Yo también pasé en mi infancia por esa misma sensación de misticismo geográfico al apercibirme de tan intrigante coincidencia.
Puede que mi pasión sea un poco más estrafalaria que otras, pero, gracias a Gennings y a su estupendo libro, he decidido no abochornarme ya nunca de ella. ¿Porqué no se avergüenzan los obsesivos del futbol, o los amantes de saberse los modelos de coches de todas las marcas? ¿Acaso se esconden en una bodega los expertos en vinos? ¿Se ruborizan los filatélicos o los coleccionistas de discos de vinilo debido a sus respectivas aficiones? No, todos ellos pavonean sin rubor sus pasiones.
Así que voy a dejarlo escrito muy claro aquí: Ver un buen mapa, con el relieve de sus montañas bien sombreado, las áreas urbanas trazadas con esmero, las fronteras dibujadas con precisión y el tono de color para cada uso del suelo elegido adecuadamente, me produce la misma sensación que escuchar a Mozart o mirar al mar: Me hace feliz.
(Mapas realizado por el autor)
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