Regreso en pocos días al lugar donde nací. Vuelvo al sitio que me hizo ser. Cuando vives lejos, ese lugar de origen se transforma en memoria, la geografía se hace recuerdos. Voy de nuevo a la guarida del tiempo que ya no volverá.
Mis referencias en Madrid ya no son los nombres de las calles ni los horarios de las obligaciones cotidianas. La ciudad se transformó para mí en un mapa de momentos, escondidos en bares que una vez frecuenté, en parques que antes recorría, en la casa familiar donde pasé mi infancia y mi primera juventud.
En lugar de plazas o avenidas, mi callejero interior se compone de conversaciones antiguas en cafés que tal vez ya no existen, de noches largas en garitos que mudaron de rostro, de aulas alegres de una facultad a la que nunca he regresado, de tardes de cine en días de lluvia, de besos hurtados en una fiesta, de trayectos en el metro enumerando las estaciones mentalmente, o de paseos por esos caminos del Retiro que nunca cambiarán.
Madrid es mi escondite, el pequeño planeta doméstico donde me siento recogido, como un montañero perdido cuando encuentra su refugio. Madrid es, sí, dónde me siento a salvo, como solo a salvo puede sentirse quien vive coleccionando países en su mochila y no encuentra el momento de parar a descansar.
Madrid es el recreo en el colegio de mi vida.
Madrid son aquellos a quienes quiero y ante los que, en mi fuero interno, me siento ingrato al abandonarlos en pos de este deambular por el mundo en que transformé mis años.
Si el mundo fuera una casa, Madrid sería mi habitación; ese cuarto sagrado donde, al fin, eres tú mismo siempre, porque cada libro, cada estante, cada cuadro, son, a fin de cuentas, reflejo de tu persona.
Es, así mismo, un plano urbano de canciones, con su calle Melancolía y la del Olvido, o hasta un Boulevard de los Sueños Rotos y también los cumplidos. Por eso, cada vez que estoy de vuelta, siento que he muerto y he resucitado y que, aunque soñé con otra vida y con otro mundo, todo en realidad empezaba y acababa allí mismo.
(Foto: Luis Echanove)
Mis referencias en Madrid ya no son los nombres de las calles ni los horarios de las obligaciones cotidianas. La ciudad se transformó para mí en un mapa de momentos, escondidos en bares que una vez frecuenté, en parques que antes recorría, en la casa familiar donde pasé mi infancia y mi primera juventud.
En lugar de plazas o avenidas, mi callejero interior se compone de conversaciones antiguas en cafés que tal vez ya no existen, de noches largas en garitos que mudaron de rostro, de aulas alegres de una facultad a la que nunca he regresado, de tardes de cine en días de lluvia, de besos hurtados en una fiesta, de trayectos en el metro enumerando las estaciones mentalmente, o de paseos por esos caminos del Retiro que nunca cambiarán.
Madrid es mi escondite, el pequeño planeta doméstico donde me siento recogido, como un montañero perdido cuando encuentra su refugio. Madrid es, sí, dónde me siento a salvo, como solo a salvo puede sentirse quien vive coleccionando países en su mochila y no encuentra el momento de parar a descansar.
Madrid es el recreo en el colegio de mi vida.
Madrid son aquellos a quienes quiero y ante los que, en mi fuero interno, me siento ingrato al abandonarlos en pos de este deambular por el mundo en que transformé mis años.
Si el mundo fuera una casa, Madrid sería mi habitación; ese cuarto sagrado donde, al fin, eres tú mismo siempre, porque cada libro, cada estante, cada cuadro, son, a fin de cuentas, reflejo de tu persona.
Es, así mismo, un plano urbano de canciones, con su calle Melancolía y la del Olvido, o hasta un Boulevard de los Sueños Rotos y también los cumplidos. Por eso, cada vez que estoy de vuelta, siento que he muerto y he resucitado y que, aunque soñé con otra vida y con otro mundo, todo en realidad empezaba y acababa allí mismo.
(Foto: Luis Echanove)
1 comentario:
Cuando uno vive fuera de su País, creo se valora mucho más y se echa de menos, pero tambien cuando se vuelve, aunque sea por vacaciomes, disfruta mucho más, bien
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