Dicen que la isla Thompson no existe. Las tripulaciones de dos navíos balleneros la avistaron en dos momentos diferentes del siglo XIX. Perdida en medio del Atlántico Sur, su silueta de rocas y nieve rompió la monotonía inmensa del horizonte marino. Las coordenadas de su emplazamiento dadas por los capitanes de ambos buques coincidían. Ellos la vieron, sí, la vieron y la ubicaron en el entramado milimétrico de los paralelos y los meridianos, pero los satélites del siglo XXI no logran encontrarla. Las viejas cartas de navegación y algunos atlas escolares aún recogen su nombre, junto a un puntito diminuto en medio del color azul. Mi moderna bola del mundo giratoria, en cambio, la ignora con desdén.
Sostienen los escasos hombres de ciencia dedicados a la geografía de lo imposible que tal vez lo que aquellos marineros contemplaron no fue sino el reflejo ilusorio de otra isla remota, la de Bouvet, igualmente lejana, igualmente pérdida en medio de la nada oceánica, pero de existencia incuestionable.
Bouvet, aunque despoblada, cuenta con dominio de Internet propio. Los albatros que pueblan sus escarpados acantilados y los líquenes agazapados bajo el manto de sus glaciares inmensos reciben a veces la ocasional visita de naturalistas o meteorólogos noruegos. Bouvet existe, aunque atrapada en esa lánguida realidad difusa de todo aquello que es ignorado por la mayor parte de los mortales.
Aunque situada a centenares de millas, Bouvet es la tierra firme más cercana a la evanescente Thompson. Sostienen esos sabios que, en virtud de un extraño fenómeno visual, una masa de tierra aislada en medio de los mares bien podría proyectarse sobre el cristal de las aguas y dar forma a un espejismo en otro punto de la cartografía náutica. Conforme a esta tesis, la isla Thompson no sería sino el resultado de un hipotético truco de magia óptica.
Otros expertos, y yo con ellos, desconfían de tales explicaciones. Mantienen que la isla fantasma de veras gozaba de entidad tangible cuando fue contemplada por aquellos barcos cazadores de ballenas. Según ellos, un volcán submarino se la tragó después, sin dejar rastro alguno de su presencia. La ausencia de fallas submarinas en la zona parece minar la verosimilitud de esta alternativa pero, ¿cómo explicar si no la desaparición repentina de una isla?
Me cuesta admitir que Thompson sea solo un juego de luces proyectado sobre el mar o la memoria de un lugar sumergido tras una erupción. Me aferro a la idea de su existencia, aún hoy, por más que las fotos satelitales no consigan ubicarla.
A veces, en ciertos momentos de cordura, me pregunto si acaso Thompson no es lo único que existe en este mundo, y todo lo demás no es sino el reflejo ficticio de esa isla misteriosa.
(Foto: Ignacio Huerga)
Sostienen los escasos hombres de ciencia dedicados a la geografía de lo imposible que tal vez lo que aquellos marineros contemplaron no fue sino el reflejo ilusorio de otra isla remota, la de Bouvet, igualmente lejana, igualmente pérdida en medio de la nada oceánica, pero de existencia incuestionable.
Bouvet, aunque despoblada, cuenta con dominio de Internet propio. Los albatros que pueblan sus escarpados acantilados y los líquenes agazapados bajo el manto de sus glaciares inmensos reciben a veces la ocasional visita de naturalistas o meteorólogos noruegos. Bouvet existe, aunque atrapada en esa lánguida realidad difusa de todo aquello que es ignorado por la mayor parte de los mortales.
Aunque situada a centenares de millas, Bouvet es la tierra firme más cercana a la evanescente Thompson. Sostienen esos sabios que, en virtud de un extraño fenómeno visual, una masa de tierra aislada en medio de los mares bien podría proyectarse sobre el cristal de las aguas y dar forma a un espejismo en otro punto de la cartografía náutica. Conforme a esta tesis, la isla Thompson no sería sino el resultado de un hipotético truco de magia óptica.
Otros expertos, y yo con ellos, desconfían de tales explicaciones. Mantienen que la isla fantasma de veras gozaba de entidad tangible cuando fue contemplada por aquellos barcos cazadores de ballenas. Según ellos, un volcán submarino se la tragó después, sin dejar rastro alguno de su presencia. La ausencia de fallas submarinas en la zona parece minar la verosimilitud de esta alternativa pero, ¿cómo explicar si no la desaparición repentina de una isla?
Me cuesta admitir que Thompson sea solo un juego de luces proyectado sobre el mar o la memoria de un lugar sumergido tras una erupción. Me aferro a la idea de su existencia, aún hoy, por más que las fotos satelitales no consigan ubicarla.
A veces, en ciertos momentos de cordura, me pregunto si acaso Thompson no es lo único que existe en este mundo, y todo lo demás no es sino el reflejo ficticio de esa isla misteriosa.
(Foto: Ignacio Huerga)
1 comentario:
Escribes tan bonito, que por supuesto, creo lo que dices, que esa isla de Thonson si ha existido y se la llevo el mar
Publicar un comentario