'Me gusta andar, pero no sigo el camino. Lo seguro ya no tiene misterio'. (Facundo Cabral)
Vino al mundo en una paupérrima familia de provincias. A los nueve años se marchó sólo a la capital. Había oído a alguien decir que el presidente del país daba trabajo a los pobres. Nadie sabe como, pero logró colarse en una recepción oficial y acceder a la primera dama. Ésta, conmovida ante el niño harapiento, buscó un empleo a su madre. La humilde familia se traslado a la gran ciudad, y, aunque los apuros económicos se paliaron en parte, el círculo de pobreza y marginación seguía atrapándoles. A los diez años era alcohólico. Fue internado en un reformatorio y de allí se fugó. A los 14 un jesuita le enseñó a leer y escribir. Entonces empezó a devorar libros obsesivamente, y pronto adquirió una cultura notable. Sin estudios, sin empleo, se lanzó a la calle y terminó tocando la guitarra por las esquinas.
Comenzó a crear canciones, limpias, poéticas, al principio con poco éxito. Al cabo del tiempo, por azares de la vida, llegó la fama. Su música comenzó a escucharse por todo el continente. Se casó con una mujer a la que amaba. Era feliz, aunque aquello duró poco: la vida seguía negándole un camino derecho. Ella murió enseguida en un accidente horrible. El, triste y solo, hubo de exiliarse cuando los militares tomaron el poder. Sus canciones, gritos alegres de justicia social, no gustaban a los generalísimos torturadores. Recorrió el mundo dando conciertos. Ya nunca volvió a vivir en una casa. Migraba de hotel en hotel, siempre ligero de equipaje. Un día se desprendió de todos los trofeos, reconocimientos y discos de oro regalándoselos a un taxista amigo.
Al cabo de los años pudo por fin regresar a su patria. El público le recibió con pasión. Pareciera que por fin lograba acariciar, sino la felicidad, al menos una dicha sin sobresaltos. Pero la vida se había empeñado en ser perra con él: fue perdiendo vista hasta quedar casi ciego. No importó: Sus ánimos nunca flaqueaban y su espíritu de vagabundo ilustrado le mantenía siempre a flote. Amigos nunca le faltaban. Pacifista practicante, seguía guerreando con sus canciones y su guitarra allí donde le llamaran.
Y le llamaron a Centroamérica. Tras una gira salvadoreña, aterrizó en Ciudad de Guatemala, capital de un país maldecido por el destino. Tres coches negros con sicarios se cruzaron en su camino del aeropuerto al hotel. Descerrajaron sus metralletas sobre el cantor errante, que murió al instante, por error, confundido tal vez con otro.
Pasó su vida luchando con tesón generoso por redimir al mundo con su música alegre pero comprometida. Dicen que la vida de los auténticos trovadores nunca fue fácil. La felicidad, a veces, es jodidamente esquiva con quien más la merece.
Facundo Cabral, poeta y cantautor argentino, murió asesinado en Guatemala el 9 de julio de 2011.
(Foto: Ignacio Huerga)
Vino al mundo en una paupérrima familia de provincias. A los nueve años se marchó sólo a la capital. Había oído a alguien decir que el presidente del país daba trabajo a los pobres. Nadie sabe como, pero logró colarse en una recepción oficial y acceder a la primera dama. Ésta, conmovida ante el niño harapiento, buscó un empleo a su madre. La humilde familia se traslado a la gran ciudad, y, aunque los apuros económicos se paliaron en parte, el círculo de pobreza y marginación seguía atrapándoles. A los diez años era alcohólico. Fue internado en un reformatorio y de allí se fugó. A los 14 un jesuita le enseñó a leer y escribir. Entonces empezó a devorar libros obsesivamente, y pronto adquirió una cultura notable. Sin estudios, sin empleo, se lanzó a la calle y terminó tocando la guitarra por las esquinas.
Comenzó a crear canciones, limpias, poéticas, al principio con poco éxito. Al cabo del tiempo, por azares de la vida, llegó la fama. Su música comenzó a escucharse por todo el continente. Se casó con una mujer a la que amaba. Era feliz, aunque aquello duró poco: la vida seguía negándole un camino derecho. Ella murió enseguida en un accidente horrible. El, triste y solo, hubo de exiliarse cuando los militares tomaron el poder. Sus canciones, gritos alegres de justicia social, no gustaban a los generalísimos torturadores. Recorrió el mundo dando conciertos. Ya nunca volvió a vivir en una casa. Migraba de hotel en hotel, siempre ligero de equipaje. Un día se desprendió de todos los trofeos, reconocimientos y discos de oro regalándoselos a un taxista amigo.
Al cabo de los años pudo por fin regresar a su patria. El público le recibió con pasión. Pareciera que por fin lograba acariciar, sino la felicidad, al menos una dicha sin sobresaltos. Pero la vida se había empeñado en ser perra con él: fue perdiendo vista hasta quedar casi ciego. No importó: Sus ánimos nunca flaqueaban y su espíritu de vagabundo ilustrado le mantenía siempre a flote. Amigos nunca le faltaban. Pacifista practicante, seguía guerreando con sus canciones y su guitarra allí donde le llamaran.
Y le llamaron a Centroamérica. Tras una gira salvadoreña, aterrizó en Ciudad de Guatemala, capital de un país maldecido por el destino. Tres coches negros con sicarios se cruzaron en su camino del aeropuerto al hotel. Descerrajaron sus metralletas sobre el cantor errante, que murió al instante, por error, confundido tal vez con otro.
Pasó su vida luchando con tesón generoso por redimir al mundo con su música alegre pero comprometida. Dicen que la vida de los auténticos trovadores nunca fue fácil. La felicidad, a veces, es jodidamente esquiva con quien más la merece.
Facundo Cabral, poeta y cantautor argentino, murió asesinado en Guatemala el 9 de julio de 2011.
(Foto: Ignacio Huerga)
1 comentario:
Que tristeza que a un gran hombre lo asesinaran. Me encanta lo bonito que lo descibes
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