La lógica de los incentivos en el ejército, llevada a su extremo, viene a ser más o menos esta: Si matas muchos enemigos, te llevas una medalla. Y parece que el incentivo, en efecto, logra generalmente sus efectos de incrementar la mortalidad: He leído hoy en las noticias que un coronel colombiano confesó haber asesinado a cuarenta y siete campesinos en el año 2007, a cuyos cadáveres diligentemente vistió con uniformes de guerrilleros, con el sano propósito de obtener una condecoración.
Además de la pieza de chapa para colgarse en la pechera, el militar también obtuvo como premio a su hazaña un permiso especial. La noticia no hablaba de estipendios en dinero. Así pues, el análisis coste/beneficio de la operación fue más o menos como sigue: cuarenta y siete cándidos tipos vieron su vida sesgada a cambio de una medallita y unos días de vacaciones para el coronel. De todos modos, este tipo de balances a veces son injustos. Tal vez el acucioso coronel empleó sus días libres en visitar a su mamá enferma o en ayudar a sus hijos con los deberes del colegio. Seguro que en fondo el coronel no es ningún mal tipo, solo un hombre volcado en su profesión. Además, este proceder, más que la excepción, es la regla en Colombia: las organizaciones de derechos humanos llevan computados unos dos mil casos de civiles inocentes muertos adrede por el ejercito solo para hacer subir las estadísticas de bajas enemigas y probar que la guerra contra las guerrillas va viento en popa.
El Reino Unido vive ahora convulsionado porque al fin se ha revelado que, para vender más periódicos, un diario de tirada millonaria se dedicada a pinchar los móviles de media Inglaterra y así obtener cotilleos escabrosos de primera mano. Una vez leí que el presentador de un programa televisivo en vivo brasileño pagaba a criminales para matar a gente; después los equipos informativos de su programa eran, por supuesto, los primeros en llegar a la escena del crimen (puesto que sabían de antemano que iba a tener lugar). Con ello, el tipo lograba siempre que su espacio informativo fuera el más visto de la programación.
Todo lo anterior no son sino ejemplos extremos del pecado original que pudre nuestras sociedades por dentro: el fondo de las cosas no importa una mierda; lo que de verdad cuenta son las estadísticas, el vender más, los índices de audiencia. Lo peor del caso es que no hace falta matar a nadie ni llegar a esos extremos para ser un cabroncete. Tal vez todos llevemos dentro a nuestro pequeño genio maligno metido dentro. La tragedia, en nuestras sociedades, es que todo parece diseñado para incentivar a ese cabroncete interior a salir afuera y ganarse una medalla.
(Foto: Ignacio Huerga)
Además de la pieza de chapa para colgarse en la pechera, el militar también obtuvo como premio a su hazaña un permiso especial. La noticia no hablaba de estipendios en dinero. Así pues, el análisis coste/beneficio de la operación fue más o menos como sigue: cuarenta y siete cándidos tipos vieron su vida sesgada a cambio de una medallita y unos días de vacaciones para el coronel. De todos modos, este tipo de balances a veces son injustos. Tal vez el acucioso coronel empleó sus días libres en visitar a su mamá enferma o en ayudar a sus hijos con los deberes del colegio. Seguro que en fondo el coronel no es ningún mal tipo, solo un hombre volcado en su profesión. Además, este proceder, más que la excepción, es la regla en Colombia: las organizaciones de derechos humanos llevan computados unos dos mil casos de civiles inocentes muertos adrede por el ejercito solo para hacer subir las estadísticas de bajas enemigas y probar que la guerra contra las guerrillas va viento en popa.
El Reino Unido vive ahora convulsionado porque al fin se ha revelado que, para vender más periódicos, un diario de tirada millonaria se dedicada a pinchar los móviles de media Inglaterra y así obtener cotilleos escabrosos de primera mano. Una vez leí que el presentador de un programa televisivo en vivo brasileño pagaba a criminales para matar a gente; después los equipos informativos de su programa eran, por supuesto, los primeros en llegar a la escena del crimen (puesto que sabían de antemano que iba a tener lugar). Con ello, el tipo lograba siempre que su espacio informativo fuera el más visto de la programación.
Todo lo anterior no son sino ejemplos extremos del pecado original que pudre nuestras sociedades por dentro: el fondo de las cosas no importa una mierda; lo que de verdad cuenta son las estadísticas, el vender más, los índices de audiencia. Lo peor del caso es que no hace falta matar a nadie ni llegar a esos extremos para ser un cabroncete. Tal vez todos llevemos dentro a nuestro pequeño genio maligno metido dentro. La tragedia, en nuestras sociedades, es que todo parece diseñado para incentivar a ese cabroncete interior a salir afuera y ganarse una medalla.
(Foto: Ignacio Huerga)
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