sábado, 2 de julio de 2011

La maestra

Tenía apenas 20 años. Era maestra, recién titulada. Tardaron en encontrar el camino. La diminuta población no aparecía en los mapas de carretera. Al fin dieron con la ruta pero el coche de su padre no pudo llegar hasta la aldea. El camino carretero terminaba de pronto junto al río, que sólo podía atravesarse a través de un tronco tendido sobre las aguas limpias y los cantos. Había cruzado el Mundo para llegar allí. El alcalde pedáneo salió a recibirlos. Lacónico, la previno de la dureza del lugar. La anterior maestra –contó- fue sacada a pedradas por los gañanes tras quedarse embarazada de un peón. La alojaron en la mejor casa. Compartía cama con una de las hijas de su familia de acogida. Los vecinos la aceptaron de inmediato con los brazos abiertos y enseguida se ganó su respeto.

En el minúsculo pueblo todos entre sí se llamaban hermanos, subrayando su sentido de gran familia unida frente a la adversidad de la pobreza, el duro invierno y la agreste naturaleza. Los días de mucho viento cerraba la pequeña escuela porque el techo, desvencijado amenazaba ruina. Siendo ella la única persona con estudios del lugar, todos la pedían consejo. Aveces hasta ejercía de médico, recomendando remedios a los enfermos. Tanta responsabilidad sobre sus hombros jóvenes a veces la superaba, pero a la vez la hacía sentirse viva, feliz y unida al destino de esas gentes sencillas y nobles. Hasta la solicitaban confesión. Suerte que al fin llegó un día el cura a la aldea. Puso a todos los vecinos en fila y de espaldas. El sacerdote comenzó después a enumerar pecados varios. Los campesinos, alzaban el dedo de la mano para indicar si los habían cometido.

Todas las noches organizaba una verbena en la escuela, amenizada con su tocadiscos de batería o con el sonido de las guitarras de los campesinos. Llegó la Navidad y marchó de vacaciones. La llamaron después para decirla que no había necesidad de su regreso hasta pasada Pascua: Llegaba la estación durante la cual todos los muchachos trabajaban ayudando a su familia en las faenas del campo, de modo que ninguno podría acudir a la escuela. Regresó a la aldea ya cerca del verano. El curso acabó por fin. Dejó el lugar con lágrimas en los ojos, y ya no regresó nunca.

Aquella aldea no se escondía en algún remoto rincón de África o Sudamérica. Había, sí, cruzado el Mundo, el río Mundo, afluente del Segura, para llegar allí. Porque aquella aldea se encontraba en la Sierra de Cazorla, provincia de Jaén, en España. Fue hace cuarenta años, y esa maestra casi adolescente es hoy la abuela de mis hijos.



Foto: Luis Echanove

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