La bala que me hiera será bala con alma. El alma de esa bala será como sería la canción de una rosa si las flores cantaran o el olor de un topacio, si las piedras olieran. (Salomón de la Selva)
He vuelto a Nicaragua después de siete años. Llevo tres semanas sabiendo que necesitaba escribir esto, pero no he podido. Me oprimían las emociones, los recuerdos, mezclados ahora con la paz serena del reencuentro. He vuelto a Nicaragua para saber que tal vez nunca me fui de allí. En las calles calurosas de Managua el ritmo dulce de la vida sin adjetivos discurre cotidiana, alegre, como siempre.
Los amigos no han cambiado. Sus hijos, sí, son ahora adolescentes. Han abierto más hoteles en Granada, Daniel gobierna y los niños ya no rebuscan entre los desperdicios del basurero de La Chureca. El Chamán no es ya el garito donde los cooperantes efervescentes bailábamos música de Maná sino una discoteca ultramoderna de sonido minimalista. Cerraron la Cabanga, el barecito con música en vivo dónde escuchar a Silvio y a Pablo. Pero esos es la inevitable evolución, no de la geografía urbana, sino de la biografía personal.
He vuelto a Nicaragua después de siete años. Llevo tres semanas sabiendo que necesitaba escribir esto, pero no he podido. Me oprimían las emociones, los recuerdos, mezclados ahora con la paz serena del reencuentro. He vuelto a Nicaragua para saber que tal vez nunca me fui de allí. En las calles calurosas de Managua el ritmo dulce de la vida sin adjetivos discurre cotidiana, alegre, como siempre.
Los amigos no han cambiado. Sus hijos, sí, son ahora adolescentes. Han abierto más hoteles en Granada, Daniel gobierna y los niños ya no rebuscan entre los desperdicios del basurero de La Chureca. El Chamán no es ya el garito donde los cooperantes efervescentes bailábamos música de Maná sino una discoteca ultramoderna de sonido minimalista. Cerraron la Cabanga, el barecito con música en vivo dónde escuchar a Silvio y a Pablo. Pero esos es la inevitable evolución, no de la geografía urbana, sino de la biografía personal.
Pero el volcán Masaya continúa humeando su azufre blanco, en Managua los pájaros trinan como siempre cada mañana en los árboles de mango y, al anochecer, las viejas conversaciones se desgranan en un renacer de palabras sinceras aderezadas de Flor de Caña mientras las ranas en el jardín siguen croando hasta el alba, al igual que entonces.
En Nicaragua aprendí casi todo lo poco que sé sobre cooperación al desarrollo. Allí viví mis primeros años de convivencia marital con Eva, las largas tardes de sábado sentados en la hamaca o zascandileando entre las sábanas de un cálido dormitorio en la casita de colonial Los Robles. En Nicaragua se gestó Carmen, nuestra primera hija, escribí mi primer libro y planté mi primer árbol: un bananero que crecía sin descanso. En Nicaragua aprendí a amar los cafetales, las playas vírgenes y las conversaciones lentas. Y allí se forjaron amistades que nunca acabarán.
Tal vez regrese un día, no de visita, sino a vivirla, gozarla y respirarla como entonces. O tal vez no. Una vez escribí que Nicaragua no es para mí un país, sino un estado de ánimo. Y ese estado de ánimo vive ya dentro de mí, nunca me abandonó. A veces duerme, pero, en este mi breve regreso, despertó de nuevo sus sentidos. Y retomé las pláticas con los compañeros de siempre, como si ayer mismo nos hubiésemos visto por última vez. Y volví a sentir las canciones, los abrazos, el calor, los olores y la delicia de la siesta de mediodía, cuando el ventilador rumia su son tranquilizante.
He vuelto a Nicaragua y nada concreto puedo escribir que describa lo que allí he sentido. He vuelto a un espacio de mi vida que no es pasado, sino emoción a flor de piel. He vuelto sí, con la certeza de que ni el tiempo ni la distancia vencen nunca.
(Foto: Luis Echánove)
Tal vez regrese un día, no de visita, sino a vivirla, gozarla y respirarla como entonces. O tal vez no. Una vez escribí que Nicaragua no es para mí un país, sino un estado de ánimo. Y ese estado de ánimo vive ya dentro de mí, nunca me abandonó. A veces duerme, pero, en este mi breve regreso, despertó de nuevo sus sentidos. Y retomé las pláticas con los compañeros de siempre, como si ayer mismo nos hubiésemos visto por última vez. Y volví a sentir las canciones, los abrazos, el calor, los olores y la delicia de la siesta de mediodía, cuando el ventilador rumia su son tranquilizante.
He vuelto a Nicaragua y nada concreto puedo escribir que describa lo que allí he sentido. He vuelto a un espacio de mi vida que no es pasado, sino emoción a flor de piel. He vuelto sí, con la certeza de que ni el tiempo ni la distancia vencen nunca.
(Foto: Luis Echánove)
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