Regresamos a la India al verano siguiente. En realidad no habíamos dejado el país atrás cuando nos fuimos: recuerdo el año que medió entre los dos viajes como una permanente conversación rememorando las aventuras allí vividas y un ansia incontrolable por regresar.
Durante tres meses recorrimos el maravilloso sur de ese mundo paralelo al nuestro que es la India. Desde Bombay, nuestro punto de partida, partimos hacia Diu, una diminuta islita frente a las costas de Gujarat. Impregnado aún de melancolía portuguesa, aquel perdido rincón del viejo imperio lusitano nos hechizó con sus tabernas olvidadas y casonas desconchadas. Siguiendo ese impulso incontrolable de perdernos lo más posible, cruzando las paremeras inacabables de Kutch, casi hasta la frontera con Pakistán. La memoria es caprichosa, y ha decido que conserve a buen recaudo la imagen espectral de los nómadas con sus trajes de colores y sus inmensos rebaños de ovejas y camellos salpicando el horizonte entre las brumas.
Volvimos a Bombay, a recoger a nuestros amigos, y desde allí descendimos a Tirupati, el santuario de los hombres de cabeza afeitada. De ahí en adelante los recuerdos se entremezclan en un estrépito de aseos públicos en estaciones de ferrocarril y museos deteriorados: una diarrea salvaje me mantuvo noqueado varios días. Finalmente recuperé fuerzas en Mahalabipuran, un lugar del que, más que imágenes, retengo el sonido de los martillos de los artesanos modelando la piedra caliza hasta dar forma a diosas de caderas serpenteantes. Las inmensas playas de Kobalan y de Goa dieron un paréntesis a nuestro baño sofocante en el mar del caos. Kochin me subyugó con sus danzas, sus rastros de arquitectura colonial holandesa y las curiosas trazas de su antiguo pasado judío.
Pasamos integro nuestro último mes en Igatpuri, una pequeña ciudad de Maharastra. Luis, un extraordinario jesuita español con décadas a sus espaldas en la India, nos dio cobijo y nos abrió los ojos a la vida cotidiana del país. Con el visitábamos aldeas, almorzamos con los campesinos, sufrimos un aparatoso accidente de jeep y conocimos a Silananda, el cura catalán convertido en santón hindú que se paseaba en pelotas por su templo/iglesia.
Diez días de meditación budista vipassana fueron el ultimo regalo que la India nos ofreció. Diez días sin hablar, diez días comiendo poco, diez días de muchas horas sin movernos en absoluto. Diez días que valen una vida entera.
Durante tres meses recorrimos el maravilloso sur de ese mundo paralelo al nuestro que es la India. Desde Bombay, nuestro punto de partida, partimos hacia Diu, una diminuta islita frente a las costas de Gujarat. Impregnado aún de melancolía portuguesa, aquel perdido rincón del viejo imperio lusitano nos hechizó con sus tabernas olvidadas y casonas desconchadas. Siguiendo ese impulso incontrolable de perdernos lo más posible, cruzando las paremeras inacabables de Kutch, casi hasta la frontera con Pakistán. La memoria es caprichosa, y ha decido que conserve a buen recaudo la imagen espectral de los nómadas con sus trajes de colores y sus inmensos rebaños de ovejas y camellos salpicando el horizonte entre las brumas.
Volvimos a Bombay, a recoger a nuestros amigos, y desde allí descendimos a Tirupati, el santuario de los hombres de cabeza afeitada. De ahí en adelante los recuerdos se entremezclan en un estrépito de aseos públicos en estaciones de ferrocarril y museos deteriorados: una diarrea salvaje me mantuvo noqueado varios días. Finalmente recuperé fuerzas en Mahalabipuran, un lugar del que, más que imágenes, retengo el sonido de los martillos de los artesanos modelando la piedra caliza hasta dar forma a diosas de caderas serpenteantes. Las inmensas playas de Kobalan y de Goa dieron un paréntesis a nuestro baño sofocante en el mar del caos. Kochin me subyugó con sus danzas, sus rastros de arquitectura colonial holandesa y las curiosas trazas de su antiguo pasado judío.
Pasamos integro nuestro último mes en Igatpuri, una pequeña ciudad de Maharastra. Luis, un extraordinario jesuita español con décadas a sus espaldas en la India, nos dio cobijo y nos abrió los ojos a la vida cotidiana del país. Con el visitábamos aldeas, almorzamos con los campesinos, sufrimos un aparatoso accidente de jeep y conocimos a Silananda, el cura catalán convertido en santón hindú que se paseaba en pelotas por su templo/iglesia.
Diez días de meditación budista vipassana fueron el ultimo regalo que la India nos ofreció. Diez días sin hablar, diez días comiendo poco, diez días de muchas horas sin movernos en absoluto. Diez días que valen una vida entera.
2 comentarios:
Como describes de bien tú viaje a la India, no cabe duda que te marco y creo fué tu entusiasmo de viajar y conocer culturas tan distintas,
recordarás aún ese viaje
donde veíamos atardeceres
en las arenas de Alejandría
recordarás esa charla
donde milagrosamente
me hablaste sin entender lo que decías
en mi propio idioma
el azar suele ser generoso, amigo
puede que algún día
nos volvamos a encontrar
en alguna otra ruta
aunque sea de sueños o delirios
(Daniel Omar Martínez)
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