Parece una contradicción en terminos: una guerra, por definición, consiste en una explosión más o menos organizada (o desorganizada) de violencia, y la violencia siempre produce destrucción. La destrucción es, a fin de cuentas, la injusticia suprema. Todas las guerras son odiosas y producen dolor. Entonces, ¿cabe de verdad hablar de guerras justas, de argumentos éticos para justificar la participación en un conflicto armado? Yo pienso que sí.
Las reglas que rigen el odioso juego de la violencia son en realidad siempre las mismas, ya hablemos de una pelea de barrio o de la Segunda Guerra Mundial. Nada justifica agredir a otros, pero, una vez la agresión se ha producido, proteger a las víctimas de la agresión, si estas son incapaces de hacerlo por sí mismas, no es sólo que esté justificado, sino que constituye un imperativo de la ética más elemental. Si un grupo de tipos patean en el suelo a una anciana, nuestro deber moral es acudir en su defensa (nosotros mismos, si podemos hacerlo, o avisando a la policía para que ésta con sus medios ponga fin a la agresión). El principio de legitima defensa es, sencillamente, una consecuencia natural de la reverencia a la vida y del amor a la justicia.
Por supuesto, es esencial que los medios para derrotar al agresor y evitar que siga agrediendo sean proporcionales. Hacer la guerra al Eje fue justo. Si para ganar en el conflicto los aliados hubieran decidido gasear a los nazis en campos de concentración, como éstos hicieron con ocho millones de seres humanos, entonces su acción habría resultado desproporcionada, injusta y brutal. Hiroshima y Nagasiki fueron actos perversos en una guerra de finalidad justa. Aquellas bombas nunca debieron haber sido arrojadas. No obstante, el hecho esencial de que combatir contra el atroz y salvaje Imperio japonés era justo, permanece inalterado, pese a la barbarie de las bombas atómicas.
Bombardear las defensas antiaéreas y los tanques de Gadafi para que este lunático, corrupto y sádico, deje de imponer su ego enfermo sobre su pueblo es justo. Las ultimas estimaciones hablan de ocho mil muertos masacrados en la represión de su régimen contra en pueblo, desde el inicio de la revuelta. Si los aviones aliados no hubieran intervenido, frenando el avance de las ordas de mercenarios pro-Gadafi, Bengasi se hubiera tarnsformado en otra Sbreniza, en otro Sarajevo.
Las reglas que rigen el odioso juego de la violencia son en realidad siempre las mismas, ya hablemos de una pelea de barrio o de la Segunda Guerra Mundial. Nada justifica agredir a otros, pero, una vez la agresión se ha producido, proteger a las víctimas de la agresión, si estas son incapaces de hacerlo por sí mismas, no es sólo que esté justificado, sino que constituye un imperativo de la ética más elemental. Si un grupo de tipos patean en el suelo a una anciana, nuestro deber moral es acudir en su defensa (nosotros mismos, si podemos hacerlo, o avisando a la policía para que ésta con sus medios ponga fin a la agresión). El principio de legitima defensa es, sencillamente, una consecuencia natural de la reverencia a la vida y del amor a la justicia.
Por supuesto, es esencial que los medios para derrotar al agresor y evitar que siga agrediendo sean proporcionales. Hacer la guerra al Eje fue justo. Si para ganar en el conflicto los aliados hubieran decidido gasear a los nazis en campos de concentración, como éstos hicieron con ocho millones de seres humanos, entonces su acción habría resultado desproporcionada, injusta y brutal. Hiroshima y Nagasiki fueron actos perversos en una guerra de finalidad justa. Aquellas bombas nunca debieron haber sido arrojadas. No obstante, el hecho esencial de que combatir contra el atroz y salvaje Imperio japonés era justo, permanece inalterado, pese a la barbarie de las bombas atómicas.
Bombardear las defensas antiaéreas y los tanques de Gadafi para que este lunático, corrupto y sádico, deje de imponer su ego enfermo sobre su pueblo es justo. Las ultimas estimaciones hablan de ocho mil muertos masacrados en la represión de su régimen contra en pueblo, desde el inicio de la revuelta. Si los aviones aliados no hubieran intervenido, frenando el avance de las ordas de mercenarios pro-Gadafi, Bengasi se hubiera tarnsformado en otra Sbreniza, en otro Sarajevo.
Ser pacifista es estar siempre del lado de los inocentes, de las victimas. Aveces, desgracidamente, para protegerlas, no hay otro remedio que reprimir activamente al agresor.
(Foto:Berlin. Luis Echanove)
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