El helicóptero militar aterrizó en un desolado altozano rodeado de cárcavas. Al otro lado de las montañas comenzaba Chechenia. Los soldados cargaron sus macutos, los sacos de patatas y las cajas de comida hidrofilizada hasta el pequeño puesto de vigilancia fronteriza. De allí partía una senda pequeña, al borde mismo del precipicio. Caminamos por ella, y a la vuelta de un recodo, súbitamente, el perfil del pueblo fantasma de piedra se alzó ante nosotros.
Las torres de pizarra de Mutso brotaban de la montaña como termiteros gigantes. Camufladas en el mismo color pardo del resto del paisaje, parecían llevar allí alzadas toda la eternidad, como si, en lugar de construcciones humanas, fueran en verdad formas caprichosas de la naturaleza. Miramos hacia Mutso largo rato, en silencio, con la sensación de estar observando un paisaje imaginario.
El viejo helicóptero soviético apareció de pronto sobre el valle, volando casi al ras de los árboles desnudos del invierno. Subimos de nuevo y tras cruzar varias sierras nevadas, tomamos tierra en Chatili, la histórica capital de Jevsureti, en un decrépito helipuerto junto al antiguo cementerio de tumbas paganas. Deambulamos luego por el laberinto de callejas pequeñas, casas a varios niveles y torres con puertas minúsculas. Andando por Chatili, yo me sentía dentro de un organismo vivo, como devorado por un gigante de intestinos de piedra. Nadie caminaba por las calles salvo nosotros.
Al fin regresamos, y tras una nueva parada, esta vez en una base militar sin nombre, para celebrar el consabido banquete ritual con nuestros huéspedes de las fuerzas de frontera (vino, mucho vino, y también vodka), volamos de vuelta a Tiflis. Yo miraba absorto por el ojo de buey del helicóptero las soberbias cúspides blancas del Cáucaso.
Llegué a Tiflis sin respuestas, pero también sin preguntas. Lo más real es, a fin de cuentas, lo más imaginario.
Las torres de pizarra de Mutso brotaban de la montaña como termiteros gigantes. Camufladas en el mismo color pardo del resto del paisaje, parecían llevar allí alzadas toda la eternidad, como si, en lugar de construcciones humanas, fueran en verdad formas caprichosas de la naturaleza. Miramos hacia Mutso largo rato, en silencio, con la sensación de estar observando un paisaje imaginario.
El viejo helicóptero soviético apareció de pronto sobre el valle, volando casi al ras de los árboles desnudos del invierno. Subimos de nuevo y tras cruzar varias sierras nevadas, tomamos tierra en Chatili, la histórica capital de Jevsureti, en un decrépito helipuerto junto al antiguo cementerio de tumbas paganas. Deambulamos luego por el laberinto de callejas pequeñas, casas a varios niveles y torres con puertas minúsculas. Andando por Chatili, yo me sentía dentro de un organismo vivo, como devorado por un gigante de intestinos de piedra. Nadie caminaba por las calles salvo nosotros.
Al fin regresamos, y tras una nueva parada, esta vez en una base militar sin nombre, para celebrar el consabido banquete ritual con nuestros huéspedes de las fuerzas de frontera (vino, mucho vino, y también vodka), volamos de vuelta a Tiflis. Yo miraba absorto por el ojo de buey del helicóptero las soberbias cúspides blancas del Cáucaso.
Llegué a Tiflis sin respuestas, pero también sin preguntas. Lo más real es, a fin de cuentas, lo más imaginario.
(Fotos: Juan Echánove)
1 comentario:
Que interesante y bien descrito.
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