¿Se imaginan que no hubiera nadie en el mundo con quien poder hablar? Sin duda eso nos libraría de más de una conversación innecesaria y potenciaría hasta lo indecible (nunca mejor expresado) la siempre anhelada virtud de la discreción. No obstante, para la mayor parte de los humanos una situación así sólo pertenece al mundo de las pesadillas.
Dispersos por el planeta, como miembros de una secta inconcebible y maldita, viven un puñado de humanos a los que ese derecho elemental de mantener una conversación les fue negado de manera irreparable. No me refiero a los mudos, ni a los autistas ni a cualesquiera otros hombres o mujeres con impedimientos físicos para expresarse. Tampoco aludo a los cartujos, ni a los estilitas, ni a los presos encerrados en pabellones de aislamiento ni a ninguno de quienes por su voluntad o por la de otros permanecen incomunicados del resto de las personas. Hablo de aquellos que, aun sabiendo y pudiendo hablar no tienen con quien hacerlo, simple y sencillamente porque nadie habla ya su lengua.
Toda lengua que muere tiene un último hablante, un conversador final que, tras generaciones de cientos, miles o tal vez millones de seres que hablaron el mismo idioma, mantiene el destello postrero de esa lengua. Incapaz de compartirla con otros, conserva ese fulgor en sus pensamientos. Sólo él, hablando consigo mismo, pensando en su idioma, mantiene el rescoldo vivo. En tanto piense, él y su lenguaje permanecerán vivos. ¿Se imaginan echarse sobre los hombros semejante responsabilidad?
Como un personaje de Kafka, ese último hablante vive encadenado a un idioma que ya nadie comprende. Sabe que no puede compartir con sus semejantes el humor marcado por tal o cual giro en un chiste expresado en la lengua propia, que ya nadie podrá cantar a coro una canción en el idioma de la infancia. Sabe que, pues, que está completamente sólo, sólo en su soledad de vértigo. Cuando en 1954 el aborigen australiano Arthur Bennet perdió a su madre, moría con ella su única posible interlocutora en mbabaran, la lengua de su tribu. Arthur vivió veinte años sin poder comunicarse con nadie en su propia lengua.
Las últimas palabras pronunciadas antes de morir cobran una mágica dimensión en labios del último hablante que expira. Con ellas no sólo se despide del mundo una persona, sino también toda una lengua, y por consiguiente, un universo de conocimientos, de expresiones, de matices irrepetibles en ningún otro idioma. ¿Qué sería lo último que dijo en su lengua materna Ned Maddrell, el último nativo hablante reconocido del manx, la lengua céltica de la isla de Man, antes de morir el 27 de diciembre de 1974?
Una tediosa revisión de la Ethimologue -una enciclopedia internaútica de lenguas propia de Borges- me ha permitido constatar que el número de lenguas habladas por una sola persona en todo el mundo es de unas cincuenta. Claro que los datos no siempre están actualizados. Idiomas hablados hace pocos años por media docena de seres tal vez ya han entrado en esta estertórea categoría, en tanto que últimos hablantes de otras lenguas han podio fallecer ya, conduciendo a su idioma a la categoría de extinto.
La soleada costa californiana, además de ser el hogar de numerosos windsurfistas y estrellas del cine, es también la tierra de origen de los finales hablantes de idiomas que responden a pintorescos nombres tales como el serrano, el wapo, el pomo occidental o el miwok de las llanuras (no me nieguen que éste último no parece el nombre de una jerga sub planetaria de la Guerra de las Galaxias). Sorprende que Hollywood, teniéndolos tan a mano, todavía no haya realizado ningún largometraje sobre estos curiosos personajes, auténticos museos vivientes de su respectiva lengua. El papel de último indio wapo debería ser asignado, por razones obvias, a algún galán especialmente apuesto. No obstante todo empuja a pensar que el Estado gobernado por Terminator tiene poco interés en salvaguardar estos idiomas residuales, si tenemos en cuenta que ninguna de las docenas de lenguas indígenas habladas allí son enseñadas en las escuelas de primaria para niños indígenas.
Entre los más de tres mil quinientos millones de asiáticos, sólo hay dos que padezcan el triste sino de ser los últimos hablantes de un idioma. Este es, sin duda, el único rasgo en común de ambos personajes, puesto que uno vive en un remoto valle del Himalaya, en el distrito de Ilan (Nepal) y el otro en un insignificante islote tropical a ciento ochenta millas náuticas de Manokwari, en Indonesia. La lengua hablada por el primero se llama lingjim (linkhim en la grafía inglesa) y la del segundo mapia, que es también el nombre de la isla en la que habita.
Oceanía, en cambio, nos frece un vivo contraste con el caso de Asia: Pese a tratarse del continente más pequeño y menos poblado, es el que atesora mayor cantidad de lenguas en peligro inminente de defunción. Así en la república de Vanuatu (antes Islas Nuevas Hébridas), vivía –al menos hasta 1982- el último hablante del mafea, una lengua emparentada con el malo – que no es un señor perverso, sino otro idioma del archipiélago-. En un remoto valle del interior de Nueva Guinea merodea por su parte el único depositario del idioma laua.
No obstante, el auténtico paraíso para los amantes de los idiomas en la UVI es Australia. Se estima que cuando el hombre blanco llegó a la isla continente, en él se hablaban unos doscientos idiomas aborígenes. En la actualidad, sólo sobreviven la mitad, incluyendo nada menos que veintiséis habladas tan sólo por un personaje.
Según algunos cálculos, cada dos semanas, como media, desaparece un idioma en el mundo. La gente se preocupa por salvar a las ballenas o las lagartijas en peligro del extinción....¿porqué no nos apuramos en proteger con esa misma diligencia a los idiomas en trance de desaparecer?
Hasta dónde sé, no existe ninguna asociación o club internacional que ponga en relación a este pintoresco conjunto de personajes conformado por los últimos hablantes de un idioma, de modo que puedan contar con un espacio propio para intercambiar sus cuitas y problemas cotidianos relativos a lo difícil que resulta vivir siendo el último hablante de un idioma. Aunque, pensando con cierta cautela, no resultaría sencillo encontrar una lengua común que les permitiera chatear o cuanto menos hacerse llamadas telefónicas satelitales para compartir el desaliento ante su triste situación. Tampoco conozco ninguna organziación internacional u ONG entre cuyos fines se encuentre la atención de los últimos hablantes de idiomas.
Yo por mi parte estoy dispuesto a registrar ya un dominio de internet con las siglas AIPUHI (Asociación Internacional para la Protección de Últimos Hablantes de Idiomas) antes de que algún grupo benéfico se me adelante. Entre tanto, y mientras planifico otras medidas perfeccionistas, me consuelo fantaseando con la posibilidad de que un texto como éste pueda ser traducido algún día al wapo, al cholón o al narungga.
Al principio fue el Verbo. Cuando el verbo muere, ¿qué nos queda?