Cuando yo era niño, todos los días, al mediodía, un hombre algo cheposo, entrecano, muy anciano (o eso me parecía a mi; tal vez tenía menos de cincuenta años) y vestido con batín blanco vendía manzanas dulces a las puertas de mi colegio. Las frutas, bañadas en caramelo rojo y pinchadas en un largo y delgado palito, a modo de chupa-chups gigantes, colgaban de una especie de pértiga de madera que el buen señor asía cansinamente. A veces, además de las manzanas dulces, también dispensaba enormes piruletas del mismo caramelo bermejo. Ofrecía siempre los dulces trazando una sonrisa amplia en su rostro arrugado. Para darte el vuelto, rebuscaba las monedas con calma en el gran bolsillo de su bata de barbero.
Con doce o trece años cambié de cole y, para mi sorpresa, en seguida descubrí que el hombre del batín blanco también brindaba sus sabrosas manzanas, exactamente a la misma hora que antes, pero ahora a la entrada de mi nuevo centro escolar. Pensé en un principio que el vendedor también había cambiado de colegio, pero mis nuevos compañeros de clase me informaron que aquel tipo llevaba toda la vida vendiendo sus dulces también allí. No di más importancia al asunto. Tal vez el misterioso sujeto era capaz de estar en dos sitios a la vez. Cuando eres niño tales cosas no te resultan del todo inverosímiles.
Mucho tiempo después, cuando yo ya estudiaba en la Universidad, charlando en el bar de la Facultad, alguien mencionó al vendedor de manzanas dulces que diariamente acudía al colegio de su infancia al mediodía. Le pedí una descripción del sujeto; no cabía duda, se trataba del mismo hombre a quien tantas manzanas dulces yo había también comprado siendo un crío. Desde entonces decidí preguntar por el jorobado de las manzanas de caramelo a otros amigos que habían estudiado en escuelas diferentes. La respuesta era invariablemente la misma: Sí, aquel venerable anciano de las manzanas y las piruletas también ofrecía sus productos en los centros de enseñanza donde ellos habían estudiado.
Tentado estuve más de una vez de acercarme a algún colegio para verificar si el tipo seguía aún ejerciendo el mismo oficio y preguntarle como se las arreglaba para hacerse presente en todos los centros de primaria de mi ciudad a la misma hora; pero deseché la idea. Probablemente la imposición de estrictas reglas de higiene alimentaria consecuencia de nuestra entrada en la Unión Europa, así como la prohibición de la venta ambulante por parte de las autoridades municipales habrían sin duda dado al traste con el negocio de aquel hombre desde hacia mucho tiempo.
Ayer mi hijo de seis años llegó a casa con los carrillos manchados de caramelo rojo. Me contó que un hombre algo cheposo, entrecano, muy anciano y vestido con batín blanco había comenzado vender manzanas dulces a las puertas de su colegio.
(Foto: Ignacio Huerga)
Con doce o trece años cambié de cole y, para mi sorpresa, en seguida descubrí que el hombre del batín blanco también brindaba sus sabrosas manzanas, exactamente a la misma hora que antes, pero ahora a la entrada de mi nuevo centro escolar. Pensé en un principio que el vendedor también había cambiado de colegio, pero mis nuevos compañeros de clase me informaron que aquel tipo llevaba toda la vida vendiendo sus dulces también allí. No di más importancia al asunto. Tal vez el misterioso sujeto era capaz de estar en dos sitios a la vez. Cuando eres niño tales cosas no te resultan del todo inverosímiles.
Mucho tiempo después, cuando yo ya estudiaba en la Universidad, charlando en el bar de la Facultad, alguien mencionó al vendedor de manzanas dulces que diariamente acudía al colegio de su infancia al mediodía. Le pedí una descripción del sujeto; no cabía duda, se trataba del mismo hombre a quien tantas manzanas dulces yo había también comprado siendo un crío. Desde entonces decidí preguntar por el jorobado de las manzanas de caramelo a otros amigos que habían estudiado en escuelas diferentes. La respuesta era invariablemente la misma: Sí, aquel venerable anciano de las manzanas y las piruletas también ofrecía sus productos en los centros de enseñanza donde ellos habían estudiado.
Tentado estuve más de una vez de acercarme a algún colegio para verificar si el tipo seguía aún ejerciendo el mismo oficio y preguntarle como se las arreglaba para hacerse presente en todos los centros de primaria de mi ciudad a la misma hora; pero deseché la idea. Probablemente la imposición de estrictas reglas de higiene alimentaria consecuencia de nuestra entrada en la Unión Europa, así como la prohibición de la venta ambulante por parte de las autoridades municipales habrían sin duda dado al traste con el negocio de aquel hombre desde hacia mucho tiempo.
Ayer mi hijo de seis años llegó a casa con los carrillos manchados de caramelo rojo. Me contó que un hombre algo cheposo, entrecano, muy anciano y vestido con batín blanco había comenzado vender manzanas dulces a las puertas de su colegio.
(Foto: Ignacio Huerga)
3 comentarios:
BONITO RELATO, ES CURIOSO ERES GENIAL DESCRIBIENDOLO
¡En mi colegio también vendía el mismo hombre! Yo nací en el 77, y cuando con 7 u 8 años le conté a mi padre aquello por primera vez, se quedó pasmado al comprobar que era el mismo hombre cheposo que vendía en su época (mi padre nació en 1954). Es un misterio de los colegios madrileños, está claro...
Es una vieja leyenda de mi familia. Yo (nacido en el 72) siempre le veía a la salida. Cuando se lo conté a mi padre (cosecha del 39) también recordaba al mismo jorobado...
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