Quien lo ha sentido no lo olvida nunca: el azote repentino de calor húmedo al bajarse del avión, el olor omnipresente de especias y sudores, la inmensa riada humana arremolinada en la salida del aeropuerto. La India te besa, te abraza y te acapara desde el primer momento. Después, la carrera en taxi durante la noche, cruzando el mar de peatones y bicicletas de Delhi, en busca de un alojamiento barato. Y, al fin, el recorrido a tientas por los pasillos, saltando sobre los cuerpos dormidos del personal del hotel, hasta dar con la habitación. Era el verano de 1991; yo acababa de cumplir veintidos años y comenzábamos la mayor aventura de nuestras vidas.
Delhi nos fascinaba y nos aturdía a partes iguales. Tras visitar Agra, cruzamos Rajastán en vagones de segunda. Nos intoxicamos en Puskar y al fin pusimos freno a nuestra desbocada carrera a través de ese magma de rostros, olores y sensaciones en la plácida Udaipur. Durante varios días ocupamos las mañanas en mirar absortos el palacio levantado sobre el lago y, al atardecer, recorríamos las callejuelas de la ciudad vieja, perdíendonos adrede por los puestos de los hojalateros y los vendedores de coronas de flores frescas.
Ascendimos al castillo de Jaipur a lomos de elefante. Cruzamos el desierto de Thar en tren, en jeep, en camello y, al fin en Jaisalmer, la ciudad mágica de adobe y turbantes rojos, comprendimos que este era ya un viaje sin regreso.
Pasamos varias horas caminando con nuestros pies descalzos en el templo de las ratas sagradas de Jodpur. Exploramos en canoa las selvas del Terai, en pos de los rinocerontes de Chitiwan. Recuerdo bien las tardes de lluvia y risas sin motivo bebiendo té negro en los pequeños bares para mochileros de Katmandu, con Bod Dylan sonando siempre de fondo. Dormíamos en pensiones con colchones duros y en trenes de largo recorrido. Bebíamos lashi sin cesar y aveces nos premiábamos con cenas pantagruélicas en decadentes palacios de rajás convertidos en hoteles presuntuosos. En Benarés, la muerte vestida de azafrán recorrió con nosotros los caminos que conducen al sagrado Ganges. Calcuta, al fin, nos reveló el secreto de la miseria extrema. En el templo de Kali la Negra, la sangre de los gallos degollados nos salpicó en el rostro. Vida y muerte, muerte y vida, el ciclo inacabable de la India.
Al fin el Himalaya nos dio el reposo de quien camina sin buscar. En Manali y en el valle de Kulu los frondosos bosques de pinos y los valles de verde intenso nos devolvieron esa serenidad que sólo la naturaleza es capaz de imponer. Luego viajamos a Ladak, el último reducto tibetano, el misterioso techo de la India, donde el mundo pareciera haber comenzado y no acabar nunca. Una mañana, sentados sobre el suelo de tablas crujientes de uno de sus monasterios, observando los mil y un budas de bronce gastado y las decoraciones geométricas de los frescos, fui feliz unos instantes. Feliz sin razón, feliz tal vez porque la luz de una pequeña ventana iluminaba el color pardo de la madera vieja y los tonos granates de los muros.
Eramos peregrinos sin destino fijo. Nuestro único propósito era ser nosotros mismos. Tal vez, durante aquel viaje, lo conseguimos.
Delhi nos fascinaba y nos aturdía a partes iguales. Tras visitar Agra, cruzamos Rajastán en vagones de segunda. Nos intoxicamos en Puskar y al fin pusimos freno a nuestra desbocada carrera a través de ese magma de rostros, olores y sensaciones en la plácida Udaipur. Durante varios días ocupamos las mañanas en mirar absortos el palacio levantado sobre el lago y, al atardecer, recorríamos las callejuelas de la ciudad vieja, perdíendonos adrede por los puestos de los hojalateros y los vendedores de coronas de flores frescas.
Ascendimos al castillo de Jaipur a lomos de elefante. Cruzamos el desierto de Thar en tren, en jeep, en camello y, al fin en Jaisalmer, la ciudad mágica de adobe y turbantes rojos, comprendimos que este era ya un viaje sin regreso.
Pasamos varias horas caminando con nuestros pies descalzos en el templo de las ratas sagradas de Jodpur. Exploramos en canoa las selvas del Terai, en pos de los rinocerontes de Chitiwan. Recuerdo bien las tardes de lluvia y risas sin motivo bebiendo té negro en los pequeños bares para mochileros de Katmandu, con Bod Dylan sonando siempre de fondo. Dormíamos en pensiones con colchones duros y en trenes de largo recorrido. Bebíamos lashi sin cesar y aveces nos premiábamos con cenas pantagruélicas en decadentes palacios de rajás convertidos en hoteles presuntuosos. En Benarés, la muerte vestida de azafrán recorrió con nosotros los caminos que conducen al sagrado Ganges. Calcuta, al fin, nos reveló el secreto de la miseria extrema. En el templo de Kali la Negra, la sangre de los gallos degollados nos salpicó en el rostro. Vida y muerte, muerte y vida, el ciclo inacabable de la India.
Al fin el Himalaya nos dio el reposo de quien camina sin buscar. En Manali y en el valle de Kulu los frondosos bosques de pinos y los valles de verde intenso nos devolvieron esa serenidad que sólo la naturaleza es capaz de imponer. Luego viajamos a Ladak, el último reducto tibetano, el misterioso techo de la India, donde el mundo pareciera haber comenzado y no acabar nunca. Una mañana, sentados sobre el suelo de tablas crujientes de uno de sus monasterios, observando los mil y un budas de bronce gastado y las decoraciones geométricas de los frescos, fui feliz unos instantes. Feliz sin razón, feliz tal vez porque la luz de una pequeña ventana iluminaba el color pardo de la madera vieja y los tonos granates de los muros.
Eramos peregrinos sin destino fijo. Nuestro único propósito era ser nosotros mismos. Tal vez, durante aquel viaje, lo conseguimos.
1 comentario:
Como te marco aquel viaje, y como lo disfrutastes, que bien descrito, me gusta mucho.
Publicar un comentario