Lo que siempre hemos sabido hacer mejor los españoles es matarnos entre nosotros. La historia de España, de hecho, puede ser vista como una sucesión casi ininterrumpida de enfrentamientos internos. Los cronistas griegos y romanos ya pintaron a los ibéricos prerromanos como pendencieros y dados a la gresca entre sí. No es pues extraño que las guerras civiles del final de la República Romana tuvieran su principal teatro de operaciones en Hispania.
En la época goda, la muerte de cada rey (casi siempre por asesinato), degeneraba siempre en batallas entre partidarios de los diferentes pretendientes a la sucesión. La mal llamada 'reconquista' fue en realidad una larguísima guerra civil intermitente, a varios bandos (a veces cristianos contra musulmanes, otras muchas, cristianos contra cristianos, o musulmanes contra musulmanes). Isabel la Católica, 'madre' simbólica de la España unificada, llegó al poder tras triunfar en la guerra civil del reino de Castilla. Carlos V también logró el dominio efectivo de sus territorios españoles tras vencer en dos conflictos civiles (la Guerra de los Comuneros y la de las Germanías).
El Siglo de Oro, en cambio, brindó una extraña etapa de paz interna entre españoles, dedicados como estaban a desfogarse guerreando en Indias, Nápoles, Flandes o donde hiciera falta. Por una vez en nuestra historia, en lugar de hacernos la guerra los unos a los otros, se la hacíamos a los demás. El Imperio tocó a su fin con la Guerra de Sucesión, otro horrendo enfrentamiento fratricida (aunque internacionalizado).
El siglo XVIII nos ofreció una segunda etapa de paz interna, aderezado por campañas externas de tan pocos bríos como la olvidada guerra ruso-española, en la que no se disparó ni un solo tiro. Fue también en el Siglo de las Luces cuando comenzaron a esbozarse esas dos Españas enfrentadas a lo largo de los ciento cincuenta años subsiguientes: la de los ilustrados o reformistas (después liberales) y la de los absolutistas o inmovilistas (después conservadores).
El XIX nos trajo las tres guerras civiles carlistas, además de las revueltas cantonalistas, innumerables golpes de Estado sangrientos y otras modalidades del pavoroso arte de matarse entre conciudadanos.
Y por fin llegó el siglo XX, primero con La Semana Trágica, después con la Revolución de Asturias, dos iniciales “conflictos de baja intensidad” (como dicen los periodistas ahora), preparatorios de ese gran festín de salvajismo que fue la Guerra Civil del 36 al 39, nuestra terrible catarsis nacional. Allí por fin nos matamos entre nosotros con tan bestial saña que al fin decidimos romper ese ciclo infinito de sangre.
Es cierto que guerras civiles ha habido en muchos otros países europeos (la guerra de las Dos Rosas en Inglaterra, la guerra entre rojos y blancos en Rusia, la guerra civil irlandesa…) pero es difícil encontrar alguna otra nación del Viejo Continente con una pulsión tan fuerte hacia la confrontación interna. La ultima guerra civil en Francia tuvo lugar hace más de doscientos años (La Vandee), y, en el Reino Unido (la guerra de Cromwell), hace tres siglos y medio. Alemania e Italia nunca han vivido guerras civiles en sus ciento cuarenta años como Estados unificados. Muchas viejas naciones europeas jamás han sufrido esta lacra en toda su dilatada historia (Portugal, Polonia, los países Nórdicos…)
Parece que al final los españoles, por fin, hemos aprendido a convivir sin autodestruirnos… pero esa multisecular tendencia a agruparse en dos bandos irreconciliables, bajo la mortifera premisa del “o estás conmigo o estás contra mí”, sigue, desgraciadamente, formando parte de nuestro ADN (1) .¿Cambiaremos algún día?
En la época goda, la muerte de cada rey (casi siempre por asesinato), degeneraba siempre en batallas entre partidarios de los diferentes pretendientes a la sucesión. La mal llamada 'reconquista' fue en realidad una larguísima guerra civil intermitente, a varios bandos (a veces cristianos contra musulmanes, otras muchas, cristianos contra cristianos, o musulmanes contra musulmanes). Isabel la Católica, 'madre' simbólica de la España unificada, llegó al poder tras triunfar en la guerra civil del reino de Castilla. Carlos V también logró el dominio efectivo de sus territorios españoles tras vencer en dos conflictos civiles (la Guerra de los Comuneros y la de las Germanías).
El Siglo de Oro, en cambio, brindó una extraña etapa de paz interna entre españoles, dedicados como estaban a desfogarse guerreando en Indias, Nápoles, Flandes o donde hiciera falta. Por una vez en nuestra historia, en lugar de hacernos la guerra los unos a los otros, se la hacíamos a los demás. El Imperio tocó a su fin con la Guerra de Sucesión, otro horrendo enfrentamiento fratricida (aunque internacionalizado).
El siglo XVIII nos ofreció una segunda etapa de paz interna, aderezado por campañas externas de tan pocos bríos como la olvidada guerra ruso-española, en la que no se disparó ni un solo tiro. Fue también en el Siglo de las Luces cuando comenzaron a esbozarse esas dos Españas enfrentadas a lo largo de los ciento cincuenta años subsiguientes: la de los ilustrados o reformistas (después liberales) y la de los absolutistas o inmovilistas (después conservadores).
El XIX nos trajo las tres guerras civiles carlistas, además de las revueltas cantonalistas, innumerables golpes de Estado sangrientos y otras modalidades del pavoroso arte de matarse entre conciudadanos.
Y por fin llegó el siglo XX, primero con La Semana Trágica, después con la Revolución de Asturias, dos iniciales “conflictos de baja intensidad” (como dicen los periodistas ahora), preparatorios de ese gran festín de salvajismo que fue la Guerra Civil del 36 al 39, nuestra terrible catarsis nacional. Allí por fin nos matamos entre nosotros con tan bestial saña que al fin decidimos romper ese ciclo infinito de sangre.
Es cierto que guerras civiles ha habido en muchos otros países europeos (la guerra de las Dos Rosas en Inglaterra, la guerra entre rojos y blancos en Rusia, la guerra civil irlandesa…) pero es difícil encontrar alguna otra nación del Viejo Continente con una pulsión tan fuerte hacia la confrontación interna. La ultima guerra civil en Francia tuvo lugar hace más de doscientos años (La Vandee), y, en el Reino Unido (la guerra de Cromwell), hace tres siglos y medio. Alemania e Italia nunca han vivido guerras civiles en sus ciento cuarenta años como Estados unificados. Muchas viejas naciones europeas jamás han sufrido esta lacra en toda su dilatada historia (Portugal, Polonia, los países Nórdicos…)
Parece que al final los españoles, por fin, hemos aprendido a convivir sin autodestruirnos… pero esa multisecular tendencia a agruparse en dos bandos irreconciliables, bajo la mortifera premisa del “o estás conmigo o estás contra mí”, sigue, desgraciadamente, formando parte de nuestro ADN (1) .¿Cambiaremos algún día?
Foto: Ignacio Huerga
(1) En Alemania democristianos y socialdemócratas son capaces de gobernar juntos, en Portugal derecha e izquierda hacen frente común ante la crisis, en el Reino Unido los diputados votan en conciencia, no en función de las consignas de su militancia. En nuestro país, en cambio, esa mentalidad atávica de “los nuestros” frente a “los otros” nos mantiene atrapados en estas absurdas dos Españas de hoy: la del PSOE y la del PP.
(1) En Alemania democristianos y socialdemócratas son capaces de gobernar juntos, en Portugal derecha e izquierda hacen frente común ante la crisis, en el Reino Unido los diputados votan en conciencia, no en función de las consignas de su militancia. En nuestro país, en cambio, esa mentalidad atávica de “los nuestros” frente a “los otros” nos mantiene atrapados en estas absurdas dos Españas de hoy: la del PSOE y la del PP.