La inmensa mole de la iglesia de Ozdun se erguía ante nosotros, perfilada contra el cielo tormentoso, como una fiera antediluviana de roca cobriza. Caminamos sobre la yerba húmeda, por el antiguo claustro de la escuela monacal, ahora en ruinas. Al rato un sacerdote armenio, orondo y risueño, nos abrió las puertas del templo y, sin pedírselo, nos mostró una por una las piedras cinceladas con cruces, escondidas por los muros, y reutilizadas de la basílica del siglo IV al que el actual edificio medieval substituye. Bajo el altar, alzado en un estrado de losas, se esconde, según la leyenda, el fundamento de un centro de culto pagano antiquísimo.
He pasado una semana recorriendo en coche el norte y centro de Armenia, en una suerte de curiosa combinación entre periplo de aventuras y tradicional viaje familiar (la pandilla incluía un amplio rango de edades, comenzando por mi aguerrida madre y terminando por mi hija Olalla, de dos años). He vuelto de allí con el macuto de las emociones repleto de momentos excepcionales.
En el templo helenístico de Garni las voces de una coral polifónica retumbaban contra los sillares produciendo una sonoridad arcana. El río Derek, encajonado en su cañón de vértigo, bajaba a la velocidad del rayo, entre terrazas cultivadas de frutales, viejas industrias soviéticas abandonadas y monasterios colgados del quiebro mismo de la sima.
Armenia es un país entrañable, cargado de historia por los cuatro costados y dotado de una extraordinaria personalidad. En Armenia los gruesos muros de los monasterios, las fuentes, las montañas de cordilleras de nieves perpetuas, parecen hablarnos con la voz ronca de un mundo remoto y antiquísimo. Esas raíces nacionales profundamente arraigadas en la noche de los tiempos no solo generan recuerdos y evocaciones del pasado: también son la base de una sociedad viva y vibrante como pocas (1). El pueblo armenio vive afianzado en el dinamismo de la realidad más actual, disfrutando del sol de primavera en las agradables terrazas de Erevan, una ciudad de aire mediterráneo anclada tierra adentro.
Nos despedimos de Armenia a los pies del Ararat, en un atardecer limpio, con el perfil del monte santo libre de nubes y recortado como a cuchillo contra el cielo. A esa hora calma, cuando falta poco para que el sol se ponga, el gigante nevado te mira sin ojos, pero te mira y, con la voz del viento, te explica que ya todo fue dicho hace una eternidad.
He pasado una semana recorriendo en coche el norte y centro de Armenia, en una suerte de curiosa combinación entre periplo de aventuras y tradicional viaje familiar (la pandilla incluía un amplio rango de edades, comenzando por mi aguerrida madre y terminando por mi hija Olalla, de dos años). He vuelto de allí con el macuto de las emociones repleto de momentos excepcionales.
En el templo helenístico de Garni las voces de una coral polifónica retumbaban contra los sillares produciendo una sonoridad arcana. El río Derek, encajonado en su cañón de vértigo, bajaba a la velocidad del rayo, entre terrazas cultivadas de frutales, viejas industrias soviéticas abandonadas y monasterios colgados del quiebro mismo de la sima.
Armenia es un país entrañable, cargado de historia por los cuatro costados y dotado de una extraordinaria personalidad. En Armenia los gruesos muros de los monasterios, las fuentes, las montañas de cordilleras de nieves perpetuas, parecen hablarnos con la voz ronca de un mundo remoto y antiquísimo. Esas raíces nacionales profundamente arraigadas en la noche de los tiempos no solo generan recuerdos y evocaciones del pasado: también son la base de una sociedad viva y vibrante como pocas (1). El pueblo armenio vive afianzado en el dinamismo de la realidad más actual, disfrutando del sol de primavera en las agradables terrazas de Erevan, una ciudad de aire mediterráneo anclada tierra adentro.
Nos despedimos de Armenia a los pies del Ararat, en un atardecer limpio, con el perfil del monte santo libre de nubes y recortado como a cuchillo contra el cielo. A esa hora calma, cuando falta poco para que el sol se ponga, el gigante nevado te mira sin ojos, pero te mira y, con la voz del viento, te explica que ya todo fue dicho hace una eternidad.
Fotos: Panoramio y SacredPlaces.
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(1) Los armenios, desenvueltos y vivaces, han dado y siguen dando al mundo un numero inusitadamente alto de genios: Charles Aznavour, Adre Agassi, Cher, Steve Jobs (fundador de Apple), Kasparov… la diáspora Armenia, dispersa por todo el planeta, solo puede ser comparada a la judía, en cuanto a influencia y presencia significativa en los mas diversos ámbitos de la creación humana.
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(1) Los armenios, desenvueltos y vivaces, han dado y siguen dando al mundo un numero inusitadamente alto de genios: Charles Aznavour, Adre Agassi, Cher, Steve Jobs (fundador de Apple), Kasparov… la diáspora Armenia, dispersa por todo el planeta, solo puede ser comparada a la judía, en cuanto a influencia y presencia significativa en los mas diversos ámbitos de la creación humana.
3 comentarios:
El armenio más destacado es Seymour Skinner, director del Colegio de Primaria Springfield, donde cursa estudios Bart Simpson, y cuyo nombre de nacimiento era Armen Tamzarian.
Es un Pais muy interesante con Iglesias fantasticas y bien conservadas, el paisaje impactante sobre todo en su zona norte deslizandose la carretera entre garganta montañosa y rio truchero con una corriente que parece un mar embravecido.Me ha encantado.
¿Antidiluviana? ¿Contra el diluvio?
Será Antediluviana (antes del diluvio)
;-) Un abrazo de tu primo
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