Supongo que en aquellos ahora lejanos años del servicio militar obligatorio hubo quien vivió una mili más o menos normal, pero por alguna razón extraña, casi todo el mundo de mi generación que conozco padeció su etapa en el ejercito como una temporada de tiempo malgastada absurdamente, para algunos aderezada de situaciones cómicas, para otros, salpicada de momentos incluso trágicos. Libraré al lector de sufrir el relato de mis peripecias personales en la milicia, porque, afortunadamente, fui objetor de conciencia.
Un buen amigo quedó consternado al conocer su destino militar como fogonero de la armada. Su perplejidad enseguida dejó paso al desconcierto cuando supo que su plaza radicaba en Madrid. La capital española no parecía el lugar más apropiado para calentar motores de las tripas de algún barco. Resultó finalmente que su puesto consistía en cada mañana encender el botón de la calefacción del colegio de huérfanos de la marina, largarse después a casa, para regresar al final de la tarde y apagar el dichoso botoncillo. Otro amigo gastó sus meses de mili fabricando pelotas de papel de periódico y pegamento para ser utilizadas en las salvas de cañón. Un conocido dedicó su período de formación castrense a ejercer como pinchadiscos en el club de tropa de Melilla.
Otros amigos fueron menos afortunados y, en lugar de milis cómicas, sufrieron infiernos cuartelarios. Sé de quien tuvo que salir con los tanques por las calles de Valencia el 23F, y también de quien, por defenderse de un sargento abusador, acabó confinado en un manicomio militar. Otro buen amigo fue castigado a servir en los fusileros de Palma, un cuerpo donde la disciplina era tan brutal que cada mes se suicidaba algún recluta. ¿Su falta? Que durante la etapa de instrucción un graciosilllo había escrito en su escayola del brazo (roto en unos ejercicios) un par de insultos en honor al coronel.
Tal vez no siempre fue así. Nuestros mayores guardaban una memoria más bien grata de la mili, recordándola como una etapa de afable camaradería. En la mili, te contaban, te hacías un hombre, iniciabas amistades que tal vez durasen toda una vida, aprendías cosas prácticas y, si eras analfabeto, hasta te enseñaban a leer y a escribir.
No sé cuando comenzó el deterioro del servicio militar. De ser la institución que, supuestanente, igualaba al menos por unos meses a los españolitos de todas las clases sociales en una especie de espíritu colectivo de equipo, se transformó en ún agujero de tiempo perdido en la biografía de los jovenzuelos de nuestro país.
Ahora que el ejército ha adoptado la forma de mercenariado, de modo que inmigrantes y jóvenes desempleados se ven obligados a, al menos teóricamente, estar dispuestos a jugarse el pellejo para defender al conjunto de la sociedad, he dejado de pensar que lo peor de la mili fuera su condición obligatoria. Al fin y al cabo, el servicio militar universal fue un invento de las sociedades democráticas, y suplió aquel odioso sistema conforme al cual los pobres hacían la mili varias veces en tanto los más pudientes pagaban a sustitutos para librarse.
Lo peor, pues, de aquella estúpida mili, no era su obligatoriedad, no. Lo peor era su intrínseca irracionalidad, la absurdez profunda de su funcionamiento. Algunos amigos míos, los más afortunados, sólo guardan el recuerdo de unos meses de su juventud perdidos en largas horas de instrucción sin sentido o de esperas interminables. Otros, simplemente prefieren no recordar.
Un buen amigo quedó consternado al conocer su destino militar como fogonero de la armada. Su perplejidad enseguida dejó paso al desconcierto cuando supo que su plaza radicaba en Madrid. La capital española no parecía el lugar más apropiado para calentar motores de las tripas de algún barco. Resultó finalmente que su puesto consistía en cada mañana encender el botón de la calefacción del colegio de huérfanos de la marina, largarse después a casa, para regresar al final de la tarde y apagar el dichoso botoncillo. Otro amigo gastó sus meses de mili fabricando pelotas de papel de periódico y pegamento para ser utilizadas en las salvas de cañón. Un conocido dedicó su período de formación castrense a ejercer como pinchadiscos en el club de tropa de Melilla.
Otros amigos fueron menos afortunados y, en lugar de milis cómicas, sufrieron infiernos cuartelarios. Sé de quien tuvo que salir con los tanques por las calles de Valencia el 23F, y también de quien, por defenderse de un sargento abusador, acabó confinado en un manicomio militar. Otro buen amigo fue castigado a servir en los fusileros de Palma, un cuerpo donde la disciplina era tan brutal que cada mes se suicidaba algún recluta. ¿Su falta? Que durante la etapa de instrucción un graciosilllo había escrito en su escayola del brazo (roto en unos ejercicios) un par de insultos en honor al coronel.
Tal vez no siempre fue así. Nuestros mayores guardaban una memoria más bien grata de la mili, recordándola como una etapa de afable camaradería. En la mili, te contaban, te hacías un hombre, iniciabas amistades que tal vez durasen toda una vida, aprendías cosas prácticas y, si eras analfabeto, hasta te enseñaban a leer y a escribir.
No sé cuando comenzó el deterioro del servicio militar. De ser la institución que, supuestanente, igualaba al menos por unos meses a los españolitos de todas las clases sociales en una especie de espíritu colectivo de equipo, se transformó en ún agujero de tiempo perdido en la biografía de los jovenzuelos de nuestro país.
Ahora que el ejército ha adoptado la forma de mercenariado, de modo que inmigrantes y jóvenes desempleados se ven obligados a, al menos teóricamente, estar dispuestos a jugarse el pellejo para defender al conjunto de la sociedad, he dejado de pensar que lo peor de la mili fuera su condición obligatoria. Al fin y al cabo, el servicio militar universal fue un invento de las sociedades democráticas, y suplió aquel odioso sistema conforme al cual los pobres hacían la mili varias veces en tanto los más pudientes pagaban a sustitutos para librarse.
Lo peor, pues, de aquella estúpida mili, no era su obligatoriedad, no. Lo peor era su intrínseca irracionalidad, la absurdez profunda de su funcionamiento. Algunos amigos míos, los más afortunados, sólo guardan el recuerdo de unos meses de su juventud perdidos en largas horas de instrucción sin sentido o de esperas interminables. Otros, simplemente prefieren no recordar.
(Foto: Ignacio Huerga)
1 comentario:
La mili depende, que mili,
En las milicias universitarias del tiempo de Luis, tu padre, eran bien distinto, de hecho siempre guardó un guardo un gran recuerdo y 13 grandes amigos que todos los años celebraban Santa Barbara, patrona de artilleria, en el cuerpo que hicieron la mili.
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