sábado, 26 de febrero de 2011

El valle encantado

Stalin se escondía detrás de un parapeto de ramas y troncos jóvenes. Un alto cargo del Tiflis había visitado el pequeño valle semanas antes. Era la primera vez en años que alguna autoridad del gobierno central acudía a la comarca de Gudamakari. Los aldeanos, temerosos de que el funcionario ordenase destruir aquella tosca efigie de escayola del dictador, la habían ocultado con follaje. La mujer sonreía satisfecha mientras señalaba a la estatua. “No la vio”- me dijo con orgullo-. Después nos condujo al viejo edificio municipal.

Las escaleras de cemento desgastado parecían ir a desmoronarse en cualquier momento. Nos acomodamos en torno a la estufa del viejo despacho. Ella nos contó que en las dieciocho aldeas de la pequeña región ya apenas vivían unas cien familias. “¿Hay alguna iglesia en la zona?”, pregunté. Sabía que Gudamakari era uno de los últimos reductos del ancestral paganismo caucasiano, pero quería evitar indagar frontalmente sobre las prácticas religiosas del lugar. “No, no hay ninguna iglesia en todo el valle; nunca ha habido. Nosotros no las necesitamos”, dijo, con cierto tono reservado. Sólo después supe que las gentes de Gudamakari, como las de los aún más remotos valles de Jevsureti y Pshavi, adoran a sus atávicos dioses de la montaña y del viento en pequeños templetes de piedra, coronados con una pieza de vidrio. Georgia es un país de paradojas. Fue una de las primeras naciones de la Tierra en adoptar el cristianismo, y, sin embargo, sigue albergando hoy, en sus inaccesibles valles, los últimos reductos de las creencias milenarias perdidas en el resto de Europa desde hace siglos.

Capas de nieve densa y polvosa cubrían las montañas suaves, los prados, y el ramaje de los árboles frutales. Las aguas oscuras del río se precipitaban veloces hacia el Oeste, formando remolinos entre los cantos.

Una tranquilidad misteriosa y primordial lo impregnaba todo. La belleza de Gudamakari no es agreste. Falta aquí la épica de las coronas rocosas de cinco mil metros señoreando el horizonte, como en Svanetia o Kasbegi. Recorrer Gudamakari no produce pues el vértigo de hallarse al borde mismo del fin del mundo. Más bien, el pequeño valle evoca un paraíso tranquilo, perdido en nuestra memoria, cuyo recuerdo brota fresco en Gudamakari, como evocaciones de la infancia más lejana.

Dejamos atrás en el todoterreno aquella comarca de sortilegios. Permanecimos en silencio largo rato. Intuíamos que Gudamakari nos había revelado un secreto: un secreto profundo y que, una vez desvelado, se olvida para siempre.


(Foto: Juan Echánove)

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