Hay un mundo antiguo que se está muriendo hoy. Durante siglos Oriente Medio ha atesorado una diversidad inmensa de minorías religiosas y pequeños grupos étnicos y lingüísticos. Bajo el manto aparentemente uniforme del Islam y la cultura árabe, siempre convivieron en la región una gran cantidad de identidades disidentes, diferentes, casi siempre protegidas, o al menos respetadas, por los sucesivos poderes políticos.
Me refiero aquí a toda esa plétora, por ejemplo, de pequeñas iglesias cristianas presentes en Irak, en Siria y otros países de la región (la Iglesia Caldea, la Iglesia Asiria, y tantas otras); algunas de ellas fieles a Roma, otras a la Ortodoxia Oriental, e incluso algunas emparentadas directamente con el arrianismo o el monofisismo (coptos, siríacos…). Me refiero también a las mil y un disidencias dentro de la religión musulmana, como los drusos, los alauitas y las muchas sectas sufíes heterodoxas; o a esas minúsculas religiones arcaicas aún representadas en la zona por unos pocos miles de seguidores, como los misteriosos mandeos de los esteros del sur de Irak, o las tribus kurdas de los yésidos, tenidos, erróneamente, por adoradores del diablo. Si a ellos sumamos las minorías lingüísticas, como los diversos pequeños enclaves de habladores de arameo aún dispersos por toda la región, o los circasianos de Jordania, los lazis y otros grupúsculos de Anatolia, el panorama, es, sencillamente, inabarcable.
Esta diversidad infinita de minorías sobre la que aquí escribo no es simple materia de interés para folcloristas o de ratones de biblioteca. Hablo de una realidad vida, de personas de carne y hueso. Aquí en Georgia, el país periférico en relación a Oriente Medio en el que vivo, me topo constantemente con ese tejido de minorías a diario. La semana pasada cogí un taxi conducido por un yésido. Algunos de los proyectos de los que me ocupo se desarrollan en la región de los orgullosos svan, o en el área de los depauperados armenios de Javakheti. Un compañero de trabajo está a cargo de un programa de repatriación de mesjetos, una etnia turca expulsada por Stalin desde Georgia Asia Central; otro acaba de viajar al remoto valle de los paganos tushetos; a cincuenta kilómetros de donde vivo se encuentra el último pueblo de Georgia habitado por arameos.
El antiguo Imperio Otomano, última potencia política que logró controlar Oriente Medio, se construyó sobre un puzle de fidelidades, reuniendo en su seno a ese crisol de grupos diversos. Todos tenían su espacio en aquel mundo ya muerto: los turcos gobernantes, los árabes mayoritarios y ese abanico inmenso de grupos varios que salpicaban la región.
Tras la desaparición del viejo imperio, tuvo lugar en Turquía la primera gran oleada homogeneizadora: los griegos fueron expulsados de Anatolia, los armenios exterminados, los georgianos locales y otros grupos, asimilados culturalmente ('turquizados'). Sólo la entidad kurda pareció sobrevivir, en circunstancias extremadamente difíciles. Después, la creación del Estado de Israel provocó una nueva herida en la diversidad cultural: las minorías judías de todo Oriente Medio, ingrediente fundamental de las sociedades locales durante siglos, huyeron en su inmensa mayoría hacia el recién creado Estado hebreo. Por primera vez en más de dos mil años, dejaron pues de vivir judíos en Irak, en Siria, en Irán.
En la región del Cáucaso, el “divide y vencerás” practicado por el régimen comunista para mantener el balance entre las diversas nacionalidades permitió a las diversas minorías de la región no sólo sobrevivir, sino incluso florecer culturalmente. Con el colapso de la URSS y los subsiguientes conflictos bélicos en la zona, las minorías étnicas fueron las primeras en resentirse. Así, por ejemplo, los griegos pónticos abandonaron Georgia en desbandada.
El nacionalismo árabe de Nasser en Egipto, incluidas sus versiones más histriónicas en Irak (Saddam Hussein) o Siria (El Azad) sirvió durante un tiempo como bálsamo apaciguador de esa tendencia hacia la expulsión de las minorías. Los regímenes árabes nacionalistas hicieron de la protección de las minorías un ingrediente importante de su agenda política. La propia dinastía gobernante en Siria es alauita. El ministro de exteriores de Saddam era cristiano. La integración era pues absoluta.
La puntilla final a estas décadas horribles de persecución a las minorías en Oriente Medio la ha dado la ocupación norteamericana de Irak y la consecuente guerra civil y apogeo del radicalismo musulmán. Ya casi no quedan mandeos en Irak. Miles de yésidos y de cristianos han sufrido persecución por parte de los integristas religiosos. La Potencia Ocupante (EEUU) ha sido completamente incapaz de cumplir con su responsabilidad como garante de los derechos y libertades de las minorías, obligadas a exiliarse o morir.
Ocupando Irak, América no sólo acabó con todo viso de legitimidad como supuesto baluarte de la exportación de la democracia. Acabó también, sin quererlo ni beberlo, con tres mil años de riqueza en la diversidad cultural de Oriente Medio. Claro que, de esto último los americanos todavía ni se han enterado.
(Foto: Juan Echánove. Svanetia, Georgia)
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