Los barcos en realidad no mueren: resucitan. Y lo hacen, como no podía ser de otra forma, a orillas de un río sagrado, el Ganges. Yo he estado en ese limbo náutico donde, tras recorrer los océanos del mundo, carcomidas naves de todas las banderas acuden a la llamada de la salvación. Allí son desmontados, limpiados, ensamblados de nuevo, pulidos y pintados. Curiosamente, ese paraíso de los barcos es un infierno de los hombres: en un mundo sin máquinas como es Bangladesh, absolutamente todo se hace a mano. Hacen falta cien hombres y doscientas manos para, a lo largo de ocho eternas horas, arrastrar un barco por los rieles, amarrado a una maroma de hierro, desde el río hasta el astillero.
Nurislam, un barquero de Dhaka al que conocí de forma totalmente casual, me condujo al dantesco mundo de los barcos olvidados sin que yo se lo pidiera. Decenas de ancianos, niños y jóvenes golpeaban con martillos el casco de los navíos para arrancar las conchas y moluscos adheridos, generando un estruendo monótono y terrible. Era como si un reloj gigante marcase los segundos con un tictac ensordecedor. Contiguo al enorme desguace de los barcos un caótico mercadillo ofrece a quien quiera comprarlos anclas al por mayor, hélices gigantes, motores grasientos, ojos de buey y demás porciones de barco.
Nurislam, un barquero de Dhaka al que conocí de forma totalmente casual, me condujo al dantesco mundo de los barcos olvidados sin que yo se lo pidiera. Decenas de ancianos, niños y jóvenes golpeaban con martillos el casco de los navíos para arrancar las conchas y moluscos adheridos, generando un estruendo monótono y terrible. Era como si un reloj gigante marcase los segundos con un tictac ensordecedor. Contiguo al enorme desguace de los barcos un caótico mercadillo ofrece a quien quiera comprarlos anclas al por mayor, hélices gigantes, motores grasientos, ojos de buey y demás porciones de barco.
Nurislam me acompañó después a la barriada de chabolas donde vive. Recorrimos los hediondos callejones saludando sin cesar a sus primos, tíos y demás familiares. Me invitaban a tomar té en sus casas, me ofrecían arroz con agua y leche, me mostraban sus chamizos mínimos, donde familias de diez personas se hacinaban en un camastro. Yo les mostraba fotos de mis hijos y ellos me decían el nombre de los suyos. La comunicación era completa, aunque no había ninguna lengua común entre nosotros. No pedían nada, no se quejaban de nada, solo me sonreían con esa satisfacción que a todo buen anfitrión le produce ejercer su hospitalidad. Su dignidad me conmovió. No tenían nada y lo daban todo. Al final de la tarde, después de cenar con Nurislam, su mujer y su hija, mi amigo me pidió un favor: quería acompañarme al Sheraton, a mi hotel, entrar unos segundos, verlo. Quería confirmar que existía otro mundo diferente al suyo. Se vistió con su camisa más limpia, y juntos atravesamos la ciudad en tuk-tuk. Cruzamos el umbral del hotel y Nurislam se quedó estático contemplando la lujosa bóveda acristalada del salón de recepción. Al cabo de un rato bajó la mirada del techo, me abrazó entre lágrimas y emocionado me dijo “Thank you Juan, thank you, I asked Alláh for this to happen one day, and it has happened”. Luego se dio la vuelta y se marchó.
(Fotos: Juan Echánove)