viernes, 2 de septiembre de 2011

Tarde de almuerzo en el campo

La tarde se pasea indiferente entorno a la mesa. La comida es lenta. Todo parece azaroso, pero responde a un ritual secreto y cotidiano a la vez. Los niños juegan en el pórtico, extraen agua de la noria rehabilitada, hacen agujeros en el suelo, corretean. Dentro de la casa, los hombres beben despacio, y hablan también despacio, midiendo sus palabras, no por guardarse pensamientos, sino para sólo decir aquello que resulta imprescindible y necesario. Hablan de los vecinos del pueblo, sin crítica alguna, sin dobleces tampoco. Los llaman siempre por sus motes de familia. Intercambian fechas, anécdotas y datos, para así saberse unidos en el conocimiento intimo de quienes comparten el día a día de sus labores y problemas.

El tiempo discurre despacio, acurrucado en la modorra de la tarde veraniega. Los segundos se traban entre los sorbos de vino y las frases cerradas. Pareciera que poco sucede, pero no es así: ocurren cosas, cosas de dimensión tal vez minúscula, pero importantes: un brazo se estira para agarrar los panes; las mujeres trajinan con los platos en el fregadero; un contertulio cierra los ojos levemente, no por cabecear, sino como pensando.

Vuelan por el aire fresco de la sala palabras precisas y antiguas, que a veces no entiendo: palabras como tasajo, o haldeando, o postuero. Todos son presa de un dialogo tranquilo que pareciera escrito antes que ellos. Cada opinión encaja en su sitio. Se habla cuando toca y, cuando no, se guarda silencio, quizás para dar cobijo a las palabras oídas.

Un día, pienso, alguien romperá el sortilegio y soltará de pronto algo intempestivo. Ese día, estoy seguro, el fin del mundo estará mas cerca.

(Foto: Ildefonso Bellón)

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