Cuando estoy de vacaciones, intento siempre recorrer una tarde las calles del Centro de Madrid, más que todo para verificar que todo sigue en su lugar. También aprovecho para agudizar la oreja y captar en mi recorrido trozos sueltos de conversaciones. Siempre he soñado con un día escribir una novela con esas fracciones caóticas de lo que otros hablaron alguna vez, aunque, como no tomo notas mientras camino, creo que mi sueño jamás se verá cumplido.
Este agosto mi usual recorrido anual me deparó más sorpresas de las que cabria esperar. Comencé frente al Corte Inglés de Princesa. Casi no me crucé con nadie a lo largo de la tórrida calle de Alberto Aguilera. El café Comercial de la glorieta de Bilbao estaba prácticamente vacío. La aventura de verdad comenzó al doblar por la calle Fuencarral: Una anciana recriminaba en alta voz a su sobrina por no querer entrar a compra nada en una sofisticada tienda erótica. “Siempre me traes aquí a comprar cosas, ¿Por qué no entramos hoy?”- decía la señora a las puertas de la tienda picante.
Proseguí a marcha lenta a lo largo de esa calle que, desde hace una década, perdió sus tradicionales comercios de decomisos y se transformó en una especie de Soho versión castiza. Me cruzaba con personajes de todo pelo, pero casi todos caminaban en solitario, y por tanto sin hablar. Ya muy cerca de Gran Vía una joven de belleza frágil tocaba el violín disfrazada de artista de opereta decimonónica. Nadie arrojaba monedas en su caja de cartón. Quedé escuchándola un buen rato, y al cabo de un tiempo comenzó a llorar como una Magdalena, al punto de tener que dejar de su instrumento sobre el suelo y limpiarse las lágrimas con un cleenex. Luego prosiguió con su música como si tal cosa. La misma secuencia se repitió al menos otras tres veces.
Un poco azorado, me retiré despacio y continúe en dirección a la Puerta del Sol. Allí, sentado sobre el poyete de una de las fuentes, reconocí a uno de los co-autores del pequeño libro sobre el movimiento de los Indignados que una hora antes había adquirido en el Corte Inglés. Miré la foto de la solapa con cuidado, para cerciorarme de la coincidencia y, sin dudarlo, decidí tomar un taxi hasta casa, temeroso de seguir coleccionando escenas que restarían credibilidad a ese libro que nunca escribiré.
(Foto: Ildefonso Bellón)
Este agosto mi usual recorrido anual me deparó más sorpresas de las que cabria esperar. Comencé frente al Corte Inglés de Princesa. Casi no me crucé con nadie a lo largo de la tórrida calle de Alberto Aguilera. El café Comercial de la glorieta de Bilbao estaba prácticamente vacío. La aventura de verdad comenzó al doblar por la calle Fuencarral: Una anciana recriminaba en alta voz a su sobrina por no querer entrar a compra nada en una sofisticada tienda erótica. “Siempre me traes aquí a comprar cosas, ¿Por qué no entramos hoy?”- decía la señora a las puertas de la tienda picante.
Proseguí a marcha lenta a lo largo de esa calle que, desde hace una década, perdió sus tradicionales comercios de decomisos y se transformó en una especie de Soho versión castiza. Me cruzaba con personajes de todo pelo, pero casi todos caminaban en solitario, y por tanto sin hablar. Ya muy cerca de Gran Vía una joven de belleza frágil tocaba el violín disfrazada de artista de opereta decimonónica. Nadie arrojaba monedas en su caja de cartón. Quedé escuchándola un buen rato, y al cabo de un tiempo comenzó a llorar como una Magdalena, al punto de tener que dejar de su instrumento sobre el suelo y limpiarse las lágrimas con un cleenex. Luego prosiguió con su música como si tal cosa. La misma secuencia se repitió al menos otras tres veces.
Un poco azorado, me retiré despacio y continúe en dirección a la Puerta del Sol. Allí, sentado sobre el poyete de una de las fuentes, reconocí a uno de los co-autores del pequeño libro sobre el movimiento de los Indignados que una hora antes había adquirido en el Corte Inglés. Miré la foto de la solapa con cuidado, para cerciorarme de la coincidencia y, sin dudarlo, decidí tomar un taxi hasta casa, temeroso de seguir coleccionando escenas que restarían credibilidad a ese libro que nunca escribiré.
(Foto: Ildefonso Bellón)
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