Con el transcurrir del tiempo la capacidad de asombro se va diluyendo. Olalla, mi hija de dos años, puede pasar media hora absorta y sorprendida ante un peluche de colores nuevo. Juanito y Carmen, de cinco y ocho, ya no se maravillan con todo tan fácilmente, pero siguen mostrando esa frescura espontánea y reveladora cuando vuelven a recontarse con los elefantes en el zoo.
Acabo de regresar de Budapest, una ciudad que conocí por vez primera hace más de dos décadas. Aquel remoto viaje de mochilero, uno de los primeros de mi vida, me regaló muchísimas sorpresas que guardo aún a buen recaudo en la memoria. Un nuevo mundo de experiencias se abrió a mis ojos en aquella visita a una Hungría que vivía sus últimos meses de comunismo. Fue un viaje, sí, irrepetible.
He vuelto ahora a la vieja ciudad del Danubio, con la carga de lo vivido a las espaldas y ese deterioro imparable de la capacidad para sorprenderme acicateándome la moral. He vuelto, por tanto, con las expectativas bajas, obviando esa vieja verdad según la cual segundas partes nunca son buenas. Pero la realidad es siempre más sabia que nuestras torpes previsiones. Contra todo pronostico, Budapest ha vuelto a sorprenderme, a iluminarme, y, como no podía ser de otro modo, de una manera completamente diferente a la de aquel viaje inicial. El primero y mayor de mis asombros fue el constatar, nada más llegar, no sólo que yo no soy el mismo (pare saber eso no me hace falta largarme a Budapest), sino también que la ciudad tampoco es la misma que aquella que conocí entonces. No me refiero a detalles tales como que las viejas fachadas desconchadas de Pest estén ahora completamente remozadas, o que la escasez de visitantes de entonces se haya visto substituida por una riada de turistas…es que el pulso mismo de la ciudad, su sabor, su misma esencia, se han transmutado. No podría decir cual de las dos Budapest me gusta más: Si aquella del tardo-comunismo o esta de la modernidad europea. Comparar, en todo caso, no conduce a nada.
La sorpresa final en este viaje, y tal vez la mayor, no se encontraba en las calles de la ciudad, sino bajo estas. Decidí recorrer el laberinto cavernoso que discurre bajo la histórica Buda. Las larguísimas catacumbas y túneles medievales han sido ahora transformados en una especie de museo alternativo del mundo subterráneo. Esculturas surrealistas y tenebrosas se agazapaban en los recodos de los corredores. Una fuente renacentista, cubierta de hiedra, presidía una de las salas. El tramo final del laberinto, completamente en penumbra, solo podía recorrerse sin perderse si uno se mantenía asido al pasamanos todo el tiempo. Un pavor irracional (a fin de cuentas, ¿que puede pasarte allí?) te domina al comienzo, pero has de aprender a superarlo. Y, como colofón final, una exposición imaginaria de artefactos cotidianos actuales, dispuestos como si de un yacimiento arqueológico del futuro se tratase.
Salí del subsuelo amando la luz del día más que nunca y, a la vez, firme en la certeza de que, en las entrañas de la tierra, se esconden los secretos del subconsciente.
Acabo de regresar de Budapest, una ciudad que conocí por vez primera hace más de dos décadas. Aquel remoto viaje de mochilero, uno de los primeros de mi vida, me regaló muchísimas sorpresas que guardo aún a buen recaudo en la memoria. Un nuevo mundo de experiencias se abrió a mis ojos en aquella visita a una Hungría que vivía sus últimos meses de comunismo. Fue un viaje, sí, irrepetible.
He vuelto ahora a la vieja ciudad del Danubio, con la carga de lo vivido a las espaldas y ese deterioro imparable de la capacidad para sorprenderme acicateándome la moral. He vuelto, por tanto, con las expectativas bajas, obviando esa vieja verdad según la cual segundas partes nunca son buenas. Pero la realidad es siempre más sabia que nuestras torpes previsiones. Contra todo pronostico, Budapest ha vuelto a sorprenderme, a iluminarme, y, como no podía ser de otro modo, de una manera completamente diferente a la de aquel viaje inicial. El primero y mayor de mis asombros fue el constatar, nada más llegar, no sólo que yo no soy el mismo (pare saber eso no me hace falta largarme a Budapest), sino también que la ciudad tampoco es la misma que aquella que conocí entonces. No me refiero a detalles tales como que las viejas fachadas desconchadas de Pest estén ahora completamente remozadas, o que la escasez de visitantes de entonces se haya visto substituida por una riada de turistas…es que el pulso mismo de la ciudad, su sabor, su misma esencia, se han transmutado. No podría decir cual de las dos Budapest me gusta más: Si aquella del tardo-comunismo o esta de la modernidad europea. Comparar, en todo caso, no conduce a nada.
La sorpresa final en este viaje, y tal vez la mayor, no se encontraba en las calles de la ciudad, sino bajo estas. Decidí recorrer el laberinto cavernoso que discurre bajo la histórica Buda. Las larguísimas catacumbas y túneles medievales han sido ahora transformados en una especie de museo alternativo del mundo subterráneo. Esculturas surrealistas y tenebrosas se agazapaban en los recodos de los corredores. Una fuente renacentista, cubierta de hiedra, presidía una de las salas. El tramo final del laberinto, completamente en penumbra, solo podía recorrerse sin perderse si uno se mantenía asido al pasamanos todo el tiempo. Un pavor irracional (a fin de cuentas, ¿que puede pasarte allí?) te domina al comienzo, pero has de aprender a superarlo. Y, como colofón final, una exposición imaginaria de artefactos cotidianos actuales, dispuestos como si de un yacimiento arqueológico del futuro se tratase.
Salí del subsuelo amando la luz del día más que nunca y, a la vez, firme en la certeza de que, en las entrañas de la tierra, se esconden los secretos del subconsciente.
(Dibujo: Ignacio Huerga)
No hay comentarios:
Publicar un comentario