Turismo de combate
-“Tengo tres noticias que darte, dos malas y una buena, en qué orden las quieres?”- la voz de A… sonaba distante al otro lado del teléfono.
-“Primero una mala, luego la buena y después la otra mala”-, respondí yo.
-“La primera mala es que esta noche bombardean Ramallah con aviones. La buena es que sólo van a tirar las bombas sobre un edificio, la segunda mala es que ese edificio está como a cien metros de vuestra casa”.
-¿A qué hora será?”, pregunté azorado.
- ¿Cómo quieres que lo sepa? Soy espía, no mago. No se os ocurra salir de casa, ¿de acuerdo?”.
Conté a las chicas las noticias. Sus reacciones fueron de lo más dispares. Rocío parecía exaltada, casi expectante con el acontecimiento. María Eugenia, la más sensata, entró en un ataque de pánico. Natalia divagaba filosóficamente sobre el sentido de la vida. Eva se fue a preparar cafés para todos.
La bomba cayó a las doce de la noche, puntual como un reloj. Primero fue el ruido metálico de los jet militares rasgando el cielo. Después, el silbido zumbón, y, finalmente, un estruendo atronador que hizo temblar las lámparas. A la mañana siguiente nos acercamos a contemplar los cascotes del edificio pulverizado.
La visita de nuestras amigas, en plena Intifada, llevaba ya días transformada en una yincana huyendo de las bombas. Aún no comprendo cómo conseguimos escabullirnos del cerco israelí a Ramallah para irlas a buscar al aeropuerto el día que llegaron. Con sus elegantes vestidos y sus gafas oscuras, parecían los Ángeles de Charlie, en pleno contraste con la zafiedad propia del estilismo local habitual en el aeropuerto de Tel Aviv. De regreso a casa, cruzamos el campo de refugiados de Kalandia derrapando, mientras la gente nos vociferaba y golpeaba las puertas del coche, como primer presagio de las aventuras que las esperaban.
En Ramallah Maria Eugenia conciliaba mal el sueño. Se pasaba la noche encaramada a la ventana, husmeando a un vecino, que, según ella, siempre descargaba una furgoneta a altas horas de la noche. “-El coleguita que vive enfrente es por menos de la Yihad Islámica-”, nos repetía constantemente. “- El tipo debe estar acumulando un arsenal en su piso”- El tiempo la daría la razón. Tres meses después, durante el primer asalto terrestre a Ramallah, un tanque israelí, parapetado detrás de nuestra casa, se pasó una mañana entera disparando obuses al edificio del presunto yihadista, mientras Eva y yo permanecíamos escondidos en el cuarto de baño.
Viajamos con nuestras amigas al pueblo beduino de Yatah, junto a Hebrón, en una excursión pacifista organizada por los Rabinos Sin Fronteras. Días después recorrimos Galilea, Acre y los Altos del Golán. Un hombre bomba se hizo reventar en la playa de Haifa hora y media después de abandonarla nosotros. Otro se explotó en Rehobot treinta minutos después de nuestro paso. Vivíamos dentro de una película de acción, pero en lugar de actores, éramos los extras de las escenas difíciles.
-“Primero una mala, luego la buena y después la otra mala”-, respondí yo.
-“La primera mala es que esta noche bombardean Ramallah con aviones. La buena es que sólo van a tirar las bombas sobre un edificio, la segunda mala es que ese edificio está como a cien metros de vuestra casa”.
-¿A qué hora será?”, pregunté azorado.
- ¿Cómo quieres que lo sepa? Soy espía, no mago. No se os ocurra salir de casa, ¿de acuerdo?”.
Conté a las chicas las noticias. Sus reacciones fueron de lo más dispares. Rocío parecía exaltada, casi expectante con el acontecimiento. María Eugenia, la más sensata, entró en un ataque de pánico. Natalia divagaba filosóficamente sobre el sentido de la vida. Eva se fue a preparar cafés para todos.
La bomba cayó a las doce de la noche, puntual como un reloj. Primero fue el ruido metálico de los jet militares rasgando el cielo. Después, el silbido zumbón, y, finalmente, un estruendo atronador que hizo temblar las lámparas. A la mañana siguiente nos acercamos a contemplar los cascotes del edificio pulverizado.
La visita de nuestras amigas, en plena Intifada, llevaba ya días transformada en una yincana huyendo de las bombas. Aún no comprendo cómo conseguimos escabullirnos del cerco israelí a Ramallah para irlas a buscar al aeropuerto el día que llegaron. Con sus elegantes vestidos y sus gafas oscuras, parecían los Ángeles de Charlie, en pleno contraste con la zafiedad propia del estilismo local habitual en el aeropuerto de Tel Aviv. De regreso a casa, cruzamos el campo de refugiados de Kalandia derrapando, mientras la gente nos vociferaba y golpeaba las puertas del coche, como primer presagio de las aventuras que las esperaban.
En Ramallah Maria Eugenia conciliaba mal el sueño. Se pasaba la noche encaramada a la ventana, husmeando a un vecino, que, según ella, siempre descargaba una furgoneta a altas horas de la noche. “-El coleguita que vive enfrente es por menos de la Yihad Islámica-”, nos repetía constantemente. “- El tipo debe estar acumulando un arsenal en su piso”- El tiempo la daría la razón. Tres meses después, durante el primer asalto terrestre a Ramallah, un tanque israelí, parapetado detrás de nuestra casa, se pasó una mañana entera disparando obuses al edificio del presunto yihadista, mientras Eva y yo permanecíamos escondidos en el cuarto de baño.
Viajamos con nuestras amigas al pueblo beduino de Yatah, junto a Hebrón, en una excursión pacifista organizada por los Rabinos Sin Fronteras. Días después recorrimos Galilea, Acre y los Altos del Golán. Un hombre bomba se hizo reventar en la playa de Haifa hora y media después de abandonarla nosotros. Otro se explotó en Rehobot treinta minutos después de nuestro paso. Vivíamos dentro de una película de acción, pero en lugar de actores, éramos los extras de las escenas difíciles.
(Fotos: Eva Pastrana)
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