Dicen que el dinero mueve el mundo, o la razón, o incluso la tecnología. Yo pienso que eso no es cierto. Al mundo lo mueven los sentimientos. Es está, ¨sentimientos¨, una palabra un tanto degradada por el uso. Desvinculémosla de su acepción más pegajosa, esa que evoca sentimentalismo en su peor versión. Me refiero aquí a sentimientos (positivos, negativos o neutros) en su sentido original, entendidos como las sensaciones, las disposiciones, los estados de ánimo.
El dinero, o la razón, o la tecnología son sólo el resultado de actos del sentimiento. Nos sentimos frágiles, queremos tender redes de seguridad que nos alejen del abismo del vacío, y por eso perseguimos el dinero, disfrazamos de razón y de argumentos nuestros impulsos, creamos arte o máquinas, consumimos, hacemos guerras, paseamos, trabajamos, jugamos. Sabemos bien, en realidad, que nada hay como dejarnos atrapar por eso que sentimos al mirar al mar o a las estrellas, o al conversar con los amigos, al disfrutar de un hijo, al oir buena música, al amar.
Nuestro mundo de hoy, con todas sus grandezas y todas sus miserias, con su ciencia que cura enfermedades y sus promesas de prosperidad, con sus grandes justicias, y con sus grandes injusticias y miserias también, el mundo todo, tal cual se nos presenta, es sólo un reflejo de nuestros sentimientos. Como en un espejo, la vida reflecta lo que vivimos por dentro, lo que sentimos.
Y esos sentimientos, finalmente, pertenecen al mismo mundo que nos rodea. Porque sólo somos polvo cósmico; estamos hechos del mismo material que los planetas y los cielos estelares. Somos una fracción del todo, un bucle del universo que, de manera misteriosa, aprendió a sentir.
(Foto: Luis Echanove)