La
reciente carta firmada por docenas de premios Nobel atacando desaforadamente a Greenpeace
por la oposición de la organización ecologista al empleo de alimentos
genéticamente modificados, y específicamente al arroz dorado (arroz enriquecido
con vitamina A) ha vuelto a desatar el apasionado debate de los transgénicos.
Es este un duelo vivido por ambos campos (en pro y el contra), con una
virulencia mesiánica sofocante. Los firmantes del escrito llegan a acusar a
Greenpeace poco menos que de genocidio, haciendo al grupo ecologista cómplice
de la muerte por desnutrición y de la ceguera por carencia de vitamina A de millones de niños asiáticos.
Creo,
por las razones que abajo explico, que Greenpeace se equivoca en sus argumentos oponiéndose a los transgénicos,
y que a menudo ha hecho gala de un fundamentalismo en este tema muy poco
constructivo. Pero, pese a ello, me
siento en las antípodas de lo expresado en la célebre carta. El tono incriminatorio de la misma busca un
descrédito de Greenpeace totalmente abusivo e injusto. Aunque Greenpeace haya demostrado
una actitud a veces poco racional en su radical oposición a los transgénicos, ha
sido y sigue siendo una de las organizaciones globales más serias, nobles y
altruistas y a ella debe nuestro mundo muchas de las principales victorias de
la justicia ambiental mundial. El tono de la carta me hace incluso dudar de las
reales intenciones de los autores intelectuales de la iniciativa epistolar.
Pero, antes
de seguir perdiéndonos en argumentos, comencemos por acotar el ámbito de la discusión.
Un organismo genéticamente modificado es todo aquel cuyo material genético ha
sido alterado artificialmente con técnicas de ingeniería genética. La humanidad
lleva milenios alterando el material genético de plantas y animales a través de
sistemas tradicionales de selección. Una nectarina es un melocotón mutado y
seleccionado; un chihuahua o un gran danés son variedades generadas por
selección artificial del perro originario, domesticado en el neolítico; las
naranjas que nos comemos fuera de estación son variedades generadas a través de
alteraciones genéticas logradas mediante injertos. La historia misma de la
agricultura y la ganadería es indisociable de la alteración del material
genético de las plantas y de los animales. Los transgénicos son pues tan poco
‘naturales’ como la mayor parte de los otros alimentos que nos comemos, si
llamamos ‘naturalidad’ al hecho de que un alimento mantenga o no su material
genético original inalterado.
Los
transgénicos actualmente comercializados son plantas modificadas genéticamente
para, o bien mejorar su productividad, haciéndolas más resistentes a virus, a
bacterias, al déficit de agua… o bien para aumentar sus propiedades nutritivas
incorporando a su estructura genética micronutrientes, como en el caso del
arroz dorado, enriquecido con vitamina A.
Los
transgénicos forman ya de hecho parte sustancial de la cadena alimentaria de los
españoles y de todos los europeos, sin que la mayoría seamos conscientes. Si
bien es cierto que la comercialización de plantas para consumo humano de origen
transgénico es muy reducida en Europa y en la práctica está prohibida en casi
todos los países del continente (aunque no en nuestro país), la inmensa mayoría
del pienso animal con el que se alimentan las vacas y cerdos que nos comemos
procede de soja y maíz genéticamente modificados, originario de Estados Unidos
y otros países donde la producción de transgénicos es generalizada. Tres
cuartas partes de toda la soja del mundo es ya de origen transgénico. El debate
sobre los transgénicos también suele obviar el hecho de que muchas de nuestras
prendas de vestir tienen también un vínculo con la modificación genética de
plantas: La mitad del algodón que se cosecha hoy por hoy es transgénico, sin
que a nadie parezca preocuparle demasiado el asunto.
La
oposición a los alimentos transgénicos se funda en argumentos muy diversos:
medico-sanitarios, ecológicos y también socioeconómicos. Por una parte, se
afirma que pueden provocar alergias y otros efectos negativos en la salud de
los consumidores y que tal riesgo seria razón suficiente para su prohibición.
Este es, sin duda alguna, el argumento más endeble y seudocientífico. No hay ni
un solo caso reportado en la literatura médica internacional de daño sobre la
salud provocado por el consumo de un alimento en razón de su modificación
genética.
Los
argumentos de orden medioambiental, que son aquellos sobre los que
principalmente se funda la radical oposición de Greenpeace, merecen en cambio
una consideración más seria. Por una parte, existe un riesgo real de la
propagación no deseada de los organismos modificados mediante ingeniería
genética en áreas fuera de control, invadiendo zonas no previstas y afectando
pues a agricultores contrarios a su uso.
De hecho, este tipo de situación ya se ha producido en algunas
ocasiones.
Por otra
parte, el empleo de los transgénicos conlleva a una creciente homogeneización
en los cultivos, y con ello a una eventual desaparición por desuso de las
variedades tradicionales. Conviene señalar, no obstante, que estas críticas
pueden en realidad aplicarse exactamente igual a las variedades seleccionadas
artificialmente por la mano del hombre, pero no modificadas genéticamente. Hoy
por hoy, de hecho, la diversidad de variedades de trigo, arroz o de casi
cualquier producto agrario cultivado en el mundo es infinitamente menor a la
del pasado, debido a que ciertas variedades mejoradas se han expandido a escala
planetaria en tanto que las variantes locales tienden a desaparecer. La
creación de bancos globales de semillas para conservar la riqueza genética asegura
que, pese a esta preponderancia de un pequeño número de variedades sobre el
resto, las versiones locales no lleguen a perderse del todo, conservándose así,
al menos a nivel de inventario, la agro-diversidad del Planeta.
Por otro lado, la oposición a los transgénicos por parte de los ecologistas obvia, a veces tramposamente, un evidente impacto positivo de su uso: los transgénicos ayudan a reducir masivamente el uso de herbicidas y pesticidas por parte de los agricultores, ya que las plantas modificadas genéticamente son por sí mismas resistentes a bacterias y virus, sin necesidad de la venenosa medicina de los ‘químicos’. Así pues, es más que discutible que el impacto ecológico de los transgénicos, balanceados pros y contras, sea en realidad negativo.
El
tercer tipo de argumentos en contra de los transgénicos es, a mi juicio el único
verdaderamente válido: el de orden socioeconómico. Por definición, este tipo de
cultivos no germinan, es decir, no producen semillas que puedan reproducirse. Ello
coloca a los agricultores en una situación de completa dependencia con respecto
a los suministradores de las semillas transgénicas, lo cual, por una parte,
incrementa sus costes de producción (ya que no pueden sencillamente separar
parte de las semillas de la cosecha anterior para usarlas en la siembra de la
temporada siguiente) y por otra deja a los campesinos a largo plazo por
completo a merced de los productores de transgénicos a la hora de decidir qué, cuándo
y cómo pueden cultivar. Dado que la inmensa mayoría de los transgénicos en el
mercado son comercializados por enormes grupos empresariales agroindustriales,
operando habitualmente en régimen oligopólico, la expansión de los
transgénicos, en definitiva, supone un zarpado brutal a la autonomía económica
del pequeño campesinado a favor de dichos grupos de poder.
Si los
transgénicos fueran considerados bienes de dominio público, producidos por o
bajo la supervisión de instancias oficiales y distribuidos sin ánimo de lucro,
entonces ese riesgo de dependencia quedaría de facto diluido. Esa es, por
tanto, a mi juicio, la batalla a librar: el problema no son los transgénicos en
sí mismos, sino la monopolización de su comercialización por parte de los
oligopolios. Contra ella deberían dirigirse las críticas, y no contra el uso de
los transgénicos en sí mismo.
Valga
decir, por otra parte, que muchas de las aclamadas virtudes que la modificación
genética de los alimentos logra, pueden conseguirse a un coste mucho menor por
otras vías. Por ejemplo, no es preciso enriquecer genéticamente el arroz con
vitamina A para garantizar una ingesta deficiente de la misma. La vitamina A se
puede consumir como suplemento, o bien puede también incorporase en el
procesamiento del arroz en pasta y otros derivados. Si eso no se hace es, pura
y simplemente, porque comercialmente es más rentable hacer a los campesinos dependientes
de determinadas variedades de semillas.
En
definitiva, reducir el debate del hambre a una discusión tecnológica
(transgénicos si, transgénicos no) es de una miopía cuanto menos infeliz y, en
el peor de los casos, maliciosa. Se
calcula que el mundo produce a fecha de hoy suficientes alimentos para dar de
comer bien a 12,000 millones de personas, es decir, a vez y media la población humana actual, incluidos los casi 800
millones de seres humanos en situación de desnutrición crónica, sin necesidad de incrementar los niveles de producción
actuales. Los problemas del hambre en el mundo no tienen nada que ver con
déficits de producción a nivel global, sino con la inequidad en la
distribución. Una tercera parte de todos los alimentos que se cultivan terminan
en la basura; otra sustancial porción se destina a producir biocombustible, y un importante porcentaje acaba en la panza de esos ya más de 2,000 millones de personas con severos problemas de sobrepeso.
Las
causas del hambre son, como ya demostró el también premio nobel Amartya Sen hace
casi treinta años, fundamentalmente políticas, no tecnológicas. Por tanto, las medidas
requeridas para afrontarlas deberán ser, en lo fundamental, también políticas,
esto es, transformativas de los modelos socio-productivos y de las relaciones
de poder en la cadena alimentaria.
Si los
venerables Nobel tenían tantas ganas de despacharse a gusto con ataques a los
causantes del hambre en el mundo, más útil habría resultado que hubieran dirigido
sus críticas a los gobiernos que fomentan o sustentan guerras; a la economía
industrial que altera los ciclos del clima y provoca sequías brutales; a los gobiernos de los
países ricos que mantienen barreras artificiales frente a las importaciones de
alimentos de los países del Sur; a las grandes corporaciones de la distribución
alimentaria que imponen precios de miseria a los campesinos; a los corruptos
dictadores africanos que roban los recursos de los países sobre los que
gobiernan; a las iglesias opuestas a toda forma de control de natalidad…
Es triste que tantas mentes privilegiadas hayan hecho este monumental esfuerzo de juntar sus firmas y dar enorme difusión a un escrito sobre el hambre en el mundo para tan solo dirigir toda su munición argumental contra una organización ecologista, en lugar de apuntar a las raíces del problema. Pero es que, al fin y al cabo, y por acabar con una metáfora alimentaria, o más bien caníbal, a nadie le gusta morder la mano que le da de comer.
Fotos: Luis Echanove
1 comentario:
Esclarecedor, gracias
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