viernes, 15 de julio de 2016

Liberalizar el comercio, ¿es bueno o es malo para la seguridad alimentaria de un país?

La idea de libre comercio es simple: Favorecer el comercio sin barreras entre los países, de modo que eventualmente pueda hablarse de un solo mercado global, en lugar de muchos mercados nacionales fraccionados. La defensa del libre comercio es, en teoría, uno de los pilares básicos de la ideología liberal y del libre mercado.

La experiencia nos ofrece casos de países que, como China o Chile, tras liberalizar sus relaciones comerciales con el resto del mundo, lograron una mejora sustancial en su seguridad alimentaria. Pero hay también muchos ejemplos, muchísimos más, de países en los que lo que sucedió fue exactamente lo contrario: la liberalización comercial llevó aparejada un declive de la seguridad alimentaria nacional, como ha pasado en Guatemala o Tanzania, por citar solo dos ejemplos.

Si algo caracteriza al comercio internacional de alimentos en el mundo de hoy es que no es un comercio libre o, para ser más exactos, es libre en una dirección (de exportaciones del Norte al Sur) pero no en la otra (del Sur al Norte). Esto es debido a que muchos países del Norte, como Estados Unidos o Japón, mantienen regímenes de cuotas comerciales y elevadas barreras arancelarias para restringir las importaciones de productos agrícolas provenientes de los países del Sur. En otros casos, como sucede con la Unión Europea, el sistema es un poco más sofisticado: más que muchas barreras comerciales tradicionales, lo que se les impone a los países del Sur cuando pretenden exportarnos alimentos son restricciones más complejas, como complicados estándares y estrictas normas sanitarias y fitosanitarias, reglas de origen kafkianas o limitaciones estacionales y cotas variables.

En paralelo, la mayor parte de los países del Sur han venido reduciendo paulatinamente sus cuotas y restricciones a las importaciones de alimentos provenientes del Norte, produciéndose una completa asimetría en las relaciones.

Esta injusta situación ha sido debido, en gran parte, a que, aunque en teoría la gobernanza comercial internacional, supervisada la Organización Mundial de Comercio, se funda en la idea de fomentar globalmente el libre comercio, en la práctica las relaciones comerciales se rigen, cada vez más por acuerdos bilaterales o regionales que establecen sus propias normas. Al ser negociados por Estadios Unidos o Europa con cada país o grupo de países del Sur individualmente, al Norte, dada su capacidad de influencia y presión, le resulta fácil imponer sus condiciones. El hecho de que en muchos países del Sur el poder político se encuentra con frecuencia controlado por grupos de interés económico y elites locales poco interesados en el bien común de sus ciudadanos, hace con frecuencia fácil para los negociadores del Norte imponer sus restricciones comerciales en esos acuerdos sin mucha oposición real por parte de los gobiernos del Sur.

Es evidente pues que, en su mayor parte, el flujo internacional de alientos entre las economías desarrolladas y los países en vías de desarrollo no se funda realmente en el principio de libre comercio, sino en una especie de ley del embudo, donde unos países (los del Sur) liberalizan sus mercados y otros (los del Norte) los mantienen restringidos.

Pero abstraigámonos por un momento de lo que sucede en realidad e intentemos imaginar una situación de libre comercio real, ósea, donde ambas partes (y no solo una) liberalizan completamente tanto las importaciones como las exportaciones. ¿Favorece el libre comercio verdadero a la situación alimentaria de los países? (*)

Lo primero que observamos es que produce efectos mixtos en cuanto a la disponibilidad de los alimentos. Por una parte, el aumento de las importaciones que la liberalización comercial favorece, incrementa la oferta de los mismos, lo cual es positivo, en principio, para la seguridad alimentaria del país importador. Además, la competencia con nuevos productos extranjeros puede tener un efecto de acicate en la economía local, empujando a los agro-productores locales a producir más y mejor. Pero, por otra parte, al facilitarse también las posibilidades de exportación, existe el riesgo de que un mayor porcentaje de la producción nacional se dirija al exterior, reduciendo la oferta de productos locales en el país; a ello se suma el efecto de la competencia de productos tal vez más baratos importados compitiendo con la producción de los agricultores locales muchos de los cuales pueden ver caer sus ingresos, y con ello su seguridad alimentaria.

El acceso a los alimentos por parte de la población puede o no mejorar tras un acuerdo de comercio libre: los precios de la comida importada caerán, al desaparecer las tarifas, pero los precios de la comida local que ahora también pasa a poder exportase subirán, al haber aumentado su demanda.  

La nutrición, igualmente, puede mejorar o empeorar tras un acuerdo de libre comercio, según se mire el asunto: a priori brinda la oportunidad para el consumidor local de acceder a una mayor variedad de alimentos, y en muchas ocasiones de mayor calidad que los locales; pero, a la vez, también abre las puertas a la entrada de alimentos procesados de bajo nivel nutricional que tal vez reemplacen en la dieta a alimentos locales tradicionales más sanos.

En cuanto a la estabilidad del sistema alimentario, aquí también comprobamos señales contradictorias: La liberalización comercial, sin duda reduce los riesgos de carestía estacional propios de una economía cerrada en sí misma, pero, por otro lado, una mercado muy liberalizado tiene muy poco margen de maniobra real ante una situación de crisis que requiera protegerse de shocks externos, como, por ejemplo, embargos impuestos unilateralmente por terceros países.

Resumiendo todo lo anterior, podemos concluir afirmando que el libre comercio (cuando existe, que es casi nunca), en sí mismo, ni favorece siempre ni es detrimental siempre a la seguridad alimentaria de los países, y que cualquier generalización al respecto es peligrosa. Todo depende de si el país en cuestión es exportador o importador neto de alimentos, de las relaciones comerciales previas a la liberalización, de los niveles locales de renta, de la estructura productiva (pequeños o grandes agricultores) etc.

Los argumentos en favor o en contra del libre comercio se basan casi siempre en presupuestos ideológicos abstractos y simplistas pero, analizado el asunto con la lupa de lo cotidiano, de repente todo es un poco más complicado... o a lo mejor más sencillo.


Foto: Luis Echanove
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(*) La mayor parte de los argumentos siguientes están reelaborados a partir del Food Security Annual Report de la FAO de 2015. 

jueves, 14 de julio de 2016

¿Seguro que es mejor enseñar a pescar que dar los peces?

Si hay un lugar común manido, una metáfora cansina y manoseada en el mundo de la cooperación al desarrollo, es aquella de ‘mejor enseñar a pescar que dar los peces’. Cualquier cooperante que se precie la habrá escuchado un millón de veces la frasecita de boca de sus interlocutores ajenos al mundillo, cuando les intenta explicar su trabajo y estos reaccionan con lo de los peces para dar a entender que han pillado la idea de que la cooperación no es lo mismo que la caridad o la ayuda humanitaria.

No obstante, tal vez resulte interesante explotar hasta el final, y en todas sus consecuencias, la susodicha metáfora del pescado para ilustrar la complejidad real de la cooperación al desarrollo y destapar todo el paternalismo que la frase de marras en realidad esconde, pese a su tono condescendiente.

Pensemos pues en el tipo al que le estábamos dando el pescado, y supongamos por ejemplo que no hay río o mar alguno cerca de donde vive, o que, aun habiendo, carece de peces. En ese caso, enseñarle a pescar no tendría sentido alguno. Otra posibilidad es que sí haya peces en el río, pero corran peligro de extinción, de modo que mejor que enseñarle a pescar sea traérselos de otra parte donde sean abundantes.

Puedo ocurrir también, y de hecho sería bastante probable, que el pobre hombre sepa ya pescar perfectamente, pero que en realidad de lo que carece es de redes o caña para hacerlo. En ese caso lo que necesita es que le demos los aperos, y no que le sermoneemos sobre cómo se pesca; aunque, aun mejor, en lugar de entregárselos directamente, podríamos darle o prestarle el dinero para que se los comprara él, ya que tal vez sepa mejor que nosotros cuales son los más adecuados para sus necesidades.

Supongamos que finalmente gracias a nuestra ayuda con las enseñanzas o con los aperos, ahora logra pescar por sí solo… ¿qué va a hacer con todo lo que pesque? Una parte se lo comerá…pero si pesca más de lo que necesita, seguramente querrá venderlo. ¿Hay compradores cerca? ¿Cómo va a conservarlo hasta que se lo compren? Puede que necesite un equipo frigorífico y muchas cosas más.

Por otro lado, no sabemos si hay otra gente pescando ya en ese mismo río ni cuál va a ser su reacción si les sale un competidor nuevo. Si los demás también quieren vender su pescado en el mercado, a lo mejor no es descabellado que se asocien para afrontar conjuntamente los gastos de conservación y transporte hasta los consumidores.

Pero, y volviendo a lo más fundamental: es posible que a nuestro amigo simplemente no le guste nada pescar y prefiera dedicarse a otra cosa para ganarse el sustento, ósea que en lugar de enseñarle a pescar mejor le formamos en un oficio diferente, y una vez sepa hacer otra cosa y obtenga un trabajo, con el dinero que gane se podrá comprar peces, si quiere.

Podríamos escribir un libro entero con las diferentes opciones disponibles y sus ramificaciones, pero creo que con esto es suficiente… a fin de cuentas, la moraleja está clara: En realidad no sabemos si es mejor enseñarle a pescar, seguir dándole los peces, o no hacer ninguna de esas dos cosas sino algo completamente diferente.

Y no lo sabemos porque, antes de tomar esa decisión, necesitamos, primero de todo, recabar mucha información (¿hay suficientes peces en el rio? ¿Sabe ya pescar el hombre? ¿Cuenta con instrumentos para hacerlo…?).

Pero la información, los datos, aunque esenciales, no bastan…además, deberemos preguntarle a nuestro amigo que es lo que él quiere que hagamos…tal vez, en efecto, quiera que le enseñemos a pescar, o tal vez prefiera que le dejemos en paz, o puede que al final sea él quien nos enseñe a pescar a nosotros. 

Foto: Luis Echanove

miércoles, 13 de julio de 2016

Agricultura y nutrición: relaciones complejas

Los proyectos de cooperación en agricultura se suelen justificar frecuentemente sobre la base de su impacto positivo en la mejora de la situación de seguridad alimentaria y nutritiva de la población beneficiaria.

Si bien es cierto que los proyectos agrícolas, si son adecuadamente ejecutados, normalmente incrementan la producción, no es ni mucho menos evidente que ese aumento productivo se traduzca automáticamente en una mejora en el acceso a los alimentos o en una nutrición mas adecuada. Por ejemplo, si el tipo de producción fomentada es el de cultivos de exportación (como cacao, café, palma de aceite…) a costa de productos básicos, entonces, al menos en el corto plazo, la seguridad alimentaria de los agricultores se puede ver negativamente afectada.

Aun en el caso de que lo que aumente sea la producción de productos básicos de consumo local, existe siempre el riesgo de que la mejoría de la oferta haga caer los precios, de modo que los agricultores, aunque produzcan ahora más, ganen menos. Por otra parte, si ese aumento de la producción se ha logrado a base de mecanización, menos mano de obra será en adelante requerida para producir, lo cual aumentará el desempleo, precarizándose la seguridad alimentaria de esos antiguos agricultores.

También debemos tener presente que, si la producción no llega a manos de aquellos que la requieren, debido a problemas de acceso, infraestructura, monopolios y otras barreras en los mercados, ni los productores lograrán incrementar sus ingresos, ni aquellos necesitados del acceso a esos alimentos para mejorar su seguridad alimentaria podrán tenerlos disponibles. 

Pero supongamos que ninguna de esas cosas sucede y  que el proyecto agrícola logra efectivamente mejorar la seguridad alimentaria, tanto de los propios campesinos como de los consumidores, es decir, que ahora la población tiene un mejor acceso a los alimentos. ¿Significa eso que la nutrición necesariamente vaya a mejorar? Obviamente no, dado que una mejor nutrición no se relaciona sólo con una mayor disponibilidad de alimentos. Es preciso, el primer término, que los alimentos disponibles sean aquellos que mejoran la nutrición; es por ello que los proyectos que fomentan desarrollo de huertos o la adquisición de aves de corral, por ejemplo, impactan más positivamente en la nutrición en el hogar campesino que los que solo se orientan a producir granos básicos. Por otra parte, aunque se diversifique la producción, las mejoras en la dieta y los hábitos de consumo son también fundamentales. Así pues, es preciso incorporar aspectos de educación nutricional en los proyectos.

Puede incluso darse el escenario de que el aumento de la producción agrícola empeore la situación nutricional, por paradójico que parezca. Por ejemplo, el fomento de la irrigación puede acarrear un aumento de los mosquitos, y por tanto del paludismo, que debilita al paciente y facilita la desnutrición. También existe el riesgo de que el aumento de la cabaña ganadera incremente las zoonosis, con su consecuente efecto también en el deterioro de la salud humana, y por tanto en la nutrición. El aumento de la producción puede acarrear un incremento también de las horas de trabajo en faenas agrícolas, y con ello, una menor disponibilidad de tiempo para cuidar la alimentación de la familia. Por último, los mayores ingresos económicos de los campesinos pueden traducirse en el inicio de ciertos hábitos nutricionales negativos, como el aumento de la ingesta de alimentos precocinados, gaseosas, etc.

No debemos tampoco olvidar que el acceso al agua potable, a la higiene y a la salud son también elementos esenciales de la nutrición. Un niño con parasitosis y diarrea, por ejemplo, puede quedar fácilmente desnutrido. La relación entre nutrición y salud es de ida y vuelta: una persona malnutrida goza de peor salud; y una persona con mala salud corre el riesgo de desnutrirse. Así pues, para en verdad resultar efectiva en mejorar la nutrición, es esencial que la intervención en el ámbito agrícola se acompañe, mano a mano, con acciones en el campo del agua y saneamiento (como la construcción de letrinas o la mejora del acceso al agua potable) y de la atención primaria de salud.

Por último, es esencial señalar que la practica demuestra que involucrar a las mujeres como agentes fundamentales en el desarrollo de estas acciones (fomento de huertos y aves de corral, saneamiento, formación nutricional…) es decisiva para su éxito.

En conclusión, la relación entre aumento de la producción agrícola y la mejora de la seguridad alimentaria y  de la nutrición, no es ni mucho menos automática. Resulta fundamental, a la hora de asegurar que los proyectos agropecuarios realmente ayudan eficazmente a combatir el hambre y la malnutrición, que, además de las actividades específicamente agrícolas, abarquen un abanico mucho más amplio de intervenciones. 

Solo dando una respuesta holística, que incluya, más allá de los aspectos meramente productos, los relacionados con la generación de empleo, el acceso a los mercados, la variedad y calidad nutricional de los alimentos y los ámbitos de salud e higiene, es posible afrontar el problema de la desnutrición en toda su amplitud. El reto, por supuesto, es enorme, porque cuestiona la valía de muchos  proyectos únicamente agrícolas y llama a  un enfoque mucho más complejo e integrador de lo que a primera vista podría pensarse. Pero, ¿quién a dicho que la cooperación al desarrollo sea un trabajo fácil?

Fotos: Luis Echanove

martes, 12 de julio de 2016

Granjeras

La mujer campesina es, en casi todo el mundo, la victima silenciosa de una de las mayores injusticias socioeconómicas de nuestro tiempo.

La mayor parte de las tierras agrícolas del Planeta son propiedad de los hombres en exclusiva, no de las mujeres o de la pareja. Se estima que en África, por ejemplo, solo el 2% de las propiedades rurales están registradas a nombre de las mujeres, pese a que un porcentaje de hogares mucho mayor que ese cuenta sólo con la mujer como cabeza de familia. En muchos países, de hecho, la transmisión de la herencia se lleva a cabo consuetudinariamente solo por la línea masculina.  

Las mujeres también se ven excluidas del acceso a los diferentes medios de producción requeridos en la agricultora. La mecanización agraria habitualmente se asocia solo a los hombres del campo y es casi imposible encontrar a una mujer al volante de un tractor. El ganado, en muchas culturas tradicionales, especialmente en África, solo puede ser propiedad de los hombres, no de las mujeres.  

Para las mujeres resulta mucho más difícil que para los hombres acceder a la financiación necesaria para afrontar sus inversiones agrícolas, ya que, al carecer de tierra en titularidad, no pueden aportar esta como colateral cuando solicitan un crédito. Además, sus ingresos son menores, ya que muchas solo ejercen trabajos no remunerados y, de ser asalariadas, ganan menos que los hombres.

El acceso a la educación es otra de las grandes barreras que afrontan las mujeres campesinas de todo el mundo. En todos los Países en Vías de Desarrollo el analfabetismo femenino es superior al masculino, y la tasa de escolarización de las niñas, más baja que la de los niños. Las mujeres campesinas no suelen ser incluidas en los programas de asesoría y formación agrícola, y la profesión de agrónomo es en casi todas partes un monopolio masculino.

La mujer campesina no solo afronta mayores retos que el hombre para producir los alimentos, sino que incluso se ve forzada a ingerir menos comida, y menos nutritiva. Numerosos estudios en diferentes países muestran que en el hogar rural a menudo se produce una distribución inequitativa de los alimentos, siendo la mejor porción acaparada por los hombres y los niños, acosta de las mujeres y de las niñas, y ello pese a que la mujer, durante el periodo gestacional y de lactancia, requiere de una dieta más abundante.

Menos acceso a la tierra, a la financiación, a los medios de prodición, a la educación, e incluso a los alimentos…y, sin embargo, la mujer rural afronta siempre una carga de trabajo muy superior a la de los hombres.  Contra todas las ideas preconcebidas al respecto, está demostrado que en casi todas las culturas la mujer campesina dedica a las tareas agrícolas tantas o más horas que los hombres, aunque las tareas sean diferentes. En muchos casos, de hecho, los trabajos más penosos, como la recolección, son las desarrolladas por las mujeres. Pero es que, además de la labor agrícola, la mujer es responsable de un sin número de otras funciones que el hombre, generalmente, no ejerce, incluyendo el cuidado de los niños, la preparación y procesado de la comida, la limpieza y cuidado de la casa, el acarreo de agua o la compra y la venta de alimentos en el mercado.

Menos acceso a los medios para producir, una carga de trabajo mucho mayor…y una completa subordinación en la toma de decisiones respecto a la voluntad masculina constituyen el día a día de los cientos de millones de mujeres trabajadoras del campo.

Este modelo socioeconómico no solo es sumamente injusto, sino además profundamente ineficaz.

Un estudio reciente ha demostrado tajantemente que las mujeres tienden a gastar más en la alimentación de los hijos que los hombres, de modo que cuando las mujeres cuentan con ingresos propios o deciden sobre la gestión de las finanzas domésticas, el gasto en alimentos es superior a cuando son los hombres quienes monopolizan los ingresos del hogar. Según dicho estudio, la tasa de supervivencia en caso de desnutrición aumenta en un 20% cuando los ingresos de la familia son gestionados por la mujer en lugar de por el hombre.

Otro estudio ha estimado que, si a nivel global las mujeres tuvieran un acceso equitativo a los recursos de producción agrícola, el número de desnutridos en el mundo se reduciría en poco tiempo en más de 150 millones de personas. 

Foto: Granjeras en Georgia (ENPARD)

Transgénicos


La reciente carta firmada por docenas de premios Nobel atacando desaforadamente a Greenpeace por la oposición de la organización ecologista al empleo de alimentos genéticamente modificados, y específicamente al arroz dorado (arroz enriquecido con vitamina A) ha vuelto a desatar el apasionado debate de los transgénicos. Es este un duelo vivido por ambos campos (en pro y el contra), con una virulencia mesiánica sofocante. Los firmantes del escrito llegan a acusar a Greenpeace poco menos que de genocidio, haciendo al grupo ecologista cómplice de la muerte por desnutrición y de la ceguera por carencia de vitamina A de millones de niños asiáticos.

Creo, por las razones que abajo explico, que Greenpeace se equivoca en sus argumentos oponiéndose a los transgénicos, y que a menudo ha hecho gala de un fundamentalismo en este tema muy poco constructivo.  Pero, pese a ello, me siento en las antípodas de lo expresado en la célebre carta.  El tono incriminatorio de la misma busca un descrédito de Greenpeace totalmente abusivo e injusto. Aunque Greenpeace haya demostrado una actitud a veces poco racional en su radical oposición a los transgénicos, ha sido y sigue siendo una de las organizaciones globales más serias, nobles y altruistas y a ella debe nuestro mundo muchas de las principales victorias de la justicia ambiental mundial. El tono de la carta me hace incluso dudar de las reales intenciones de los autores intelectuales de la iniciativa epistolar.  

Pero, antes de seguir perdiéndonos en argumentos, comencemos por acotar el ámbito de la discusión. Un organismo genéticamente modificado es todo aquel cuyo material genético ha sido alterado artificialmente con técnicas de ingeniería genética. La humanidad lleva milenios alterando el material genético de plantas y animales a través de sistemas tradicionales de selección. Una nectarina es un melocotón mutado y seleccionado; un chihuahua o un gran danés son variedades generadas por selección artificial del perro originario, domesticado en el neolítico; las naranjas que nos comemos fuera de estación son variedades generadas a través de alteraciones genéticas logradas mediante injertos. La historia misma de la agricultura y la ganadería es indisociable de la alteración del material genético de las plantas y de los animales. Los transgénicos son pues tan poco ‘naturales’ como la mayor parte de los otros alimentos que nos comemos, si llamamos ‘naturalidad’ al hecho de que un alimento mantenga o no su material genético original inalterado.

Los transgénicos actualmente comercializados son plantas modificadas genéticamente para, o bien mejorar su productividad, haciéndolas más resistentes a virus, a bacterias, al déficit de agua… o bien para aumentar sus propiedades nutritivas incorporando a su estructura genética micronutrientes, como en el caso del arroz dorado, enriquecido con vitamina A.

Los transgénicos forman ya de hecho parte sustancial de la cadena alimentaria de los españoles y de todos los europeos, sin que la mayoría seamos conscientes. Si bien es cierto que la comercialización de plantas para consumo humano de origen transgénico es muy reducida en Europa y en la práctica está prohibida en casi todos los países del continente (aunque no en nuestro país), la inmensa mayoría del pienso animal con el que se alimentan las vacas y cerdos que nos comemos procede de soja y maíz genéticamente modificados, originario de Estados Unidos y otros países donde la producción de transgénicos es generalizada. Tres cuartas partes de toda la soja del mundo es ya de origen transgénico. El debate sobre los transgénicos también suele obviar el hecho de que muchas de nuestras prendas de vestir tienen también un vínculo con la modificación genética de plantas: La mitad del algodón que se cosecha hoy por hoy es transgénico, sin que a nadie parezca preocuparle demasiado el asunto.

La oposición a los alimentos transgénicos se funda en argumentos muy diversos: medico-sanitarios, ecológicos y también socioeconómicos. Por una parte, se afirma que pueden provocar alergias y otros efectos negativos en la salud de los consumidores y que tal riesgo seria razón suficiente para su prohibición. Este es, sin duda alguna, el argumento más endeble y seudocientífico. No hay ni un solo caso reportado en la literatura médica internacional de daño sobre la salud provocado por el consumo de un alimento en razón de su modificación genética.

Los argumentos de orden medioambiental, que son aquellos sobre los que principalmente se funda la radical oposición de Greenpeace, merecen en cambio una consideración más seria. Por una parte, existe un riesgo real de la propagación no deseada de los organismos modificados mediante ingeniería genética en áreas fuera de control, invadiendo zonas no previstas y afectando pues a agricultores contrarios a su uso.  De hecho, este tipo de situación ya se ha producido en algunas ocasiones.

Por otra parte, el empleo de los transgénicos conlleva a una creciente homogeneización en los cultivos, y con ello a una eventual desaparición por desuso de las variedades tradicionales. Conviene señalar, no obstante, que estas críticas pueden en realidad aplicarse exactamente igual a las variedades seleccionadas artificialmente por la mano del hombre, pero no modificadas genéticamente. Hoy por hoy, de hecho, la diversidad de variedades de trigo, arroz o de casi cualquier producto agrario cultivado en el mundo es infinitamente menor a la del pasado, debido a que ciertas variedades mejoradas se han expandido a escala planetaria en tanto que las variantes locales tienden a desaparecer. La creación de bancos globales de semillas para conservar la riqueza genética asegura que, pese a esta preponderancia de un pequeño número de variedades sobre el resto, las versiones locales no lleguen a perderse del todo, conservándose así, al menos a nivel de inventario, la agro-diversidad del Planeta.

Por otro lado, la oposición a los transgénicos por parte de los ecologistas obvia, a veces tramposamente, un evidente impacto positivo de su uso: los transgénicos ayudan a reducir masivamente el uso de herbicidas y pesticidas por parte de los agricultores, ya que las plantas modificadas genéticamente son por sí mismas resistentes a bacterias y virus, sin necesidad de la venenosa medicina de los ‘químicos’. Así pues, es más que discutible que el impacto ecológico de los transgénicos, balanceados pros y contras, sea en realidad negativo.

El tercer tipo de argumentos en contra de los transgénicos es, a mi juicio el único verdaderamente válido: el de orden socioeconómico. Por definición, este tipo de cultivos no germinan, es decir, no producen semillas que puedan reproducirse. Ello coloca a los agricultores en una situación de completa dependencia con respecto a los suministradores de las semillas transgénicas, lo cual, por una parte, incrementa sus costes de producción (ya que no pueden sencillamente separar parte de las semillas de la cosecha anterior para usarlas en la siembra de la temporada siguiente) y por otra deja a los campesinos a largo plazo por completo a merced de los productores de transgénicos a la hora de decidir qué, cuándo y cómo pueden cultivar. Dado que la inmensa mayoría de los transgénicos en el mercado son comercializados por enormes grupos empresariales agroindustriales, operando habitualmente en régimen oligopólico, la expansión de los transgénicos, en definitiva, supone un zarpado brutal a la autonomía económica del pequeño campesinado a favor de dichos grupos de poder.

Si los transgénicos fueran considerados bienes de dominio público, producidos por o bajo la supervisión de instancias oficiales y distribuidos sin ánimo de lucro, entonces ese riesgo de dependencia quedaría de facto diluido. Esa es, por tanto, a mi juicio, la batalla a librar: el problema no son los transgénicos en sí mismos, sino la monopolización de su comercialización por parte de los oligopolios. Contra ella deberían dirigirse las críticas, y no contra el uso de los transgénicos en sí mismo.

Valga decir, por otra parte, que muchas de las aclamadas virtudes que la modificación genética de los alimentos logra, pueden conseguirse a un coste mucho menor por otras vías. Por ejemplo, no es preciso enriquecer genéticamente el arroz con vitamina A para garantizar una ingesta deficiente de la misma. La vitamina A se puede consumir como suplemento, o bien puede también incorporase en el procesamiento del arroz en pasta y otros derivados. Si eso no se hace es, pura y simplemente, porque comercialmente es más rentable hacer a los campesinos dependientes de determinadas variedades de semillas.

En definitiva, reducir el debate del hambre a una discusión tecnológica (transgénicos si, transgénicos no) es de una miopía cuanto menos infeliz y, en el peor de los casos, maliciosa.  Se calcula que el mundo produce a fecha de hoy suficientes alimentos para dar de comer bien a 12,000 millones de personas, es decir, a vez y media la población humana actual, incluidos los casi 800 millones de seres humanos en situación de desnutrición crónica,  sin necesidad de incrementar los niveles de producción actuales. Los problemas del hambre en el mundo no tienen nada que ver con déficits de producción a nivel global, sino con la inequidad en la distribución. Una tercera parte de todos los alimentos que se cultivan terminan en la basura; otra sustancial porción se destina a producir biocombustible, y un importante porcentaje acaba en la panza de esos ya más de 2,000 millones de personas con severos problemas de sobrepeso.

Las causas del hambre son, como ya demostró el también premio nobel Amartya Sen hace casi treinta años, fundamentalmente políticas, no tecnológicas. Por tanto, las medidas requeridas para afrontarlas deberán ser, en lo fundamental, también políticas, esto es, transformativas de los modelos socio-productivos y de las relaciones de poder en la cadena alimentaria.
 
Si los venerables Nobel tenían tantas ganas de despacharse a gusto con ataques a los causantes del hambre en el mundo, más útil habría resultado que hubieran dirigido sus críticas a los gobiernos que fomentan o sustentan guerras; a la economía industrial que altera los ciclos del clima y provoca  sequías brutales; a los gobiernos de los países ricos que mantienen barreras artificiales frente a las importaciones de alimentos de los países del Sur; a las grandes corporaciones de la distribución alimentaria que imponen precios de miseria a los campesinos; a los corruptos dictadores africanos que roban los recursos de los países sobre los que gobiernan; a las iglesias opuestas a toda forma de control de natalidad…

Es triste que tantas mentes privilegiadas hayan hecho este monumental esfuerzo de juntar sus firmas y dar enorme difusión a un escrito sobre el hambre en el mundo para tan solo dirigir toda su munición argumental contra una organización ecologista, en lugar de apuntar a las raíces del problema. Pero es que, al fin y al cabo, y por acabar con una metáfora alimentaria, o más bien caníbal, a nadie le gusta morder la mano que le da de comer. 

Fotos: Luis Echanove