Mientras esto escribo, un incendio de dimensiones apocalípticas, con llamas de más de veinte metros de alto, expulsa a la atmósfera cantidades ingentes de denso humo sazonado con productos químicos en combustión altamente tóxicos. Miles de toneladas de neumáticos, acumuladas en un infame vertedero ilegal durante décadas, arden sin control. No sucede en Bangladesh o en Nigeria, no…sucede no muy lejos de la ciudad de Madrid, y a escasos quinientos metros de un barrio de doce mil viviendas construido en los peores años de la especulación inmobiliaria, por un matón de tres al cuarto devenido en constructor millonario y llamado el Pocero.
En el mundo civilizado, los neumáticos se reciclan para usos diversos; pero
en la siniestra España del pelotazo, de los alcaldes corruptos y de las administraciones autonómicas
que se lavan las manos, en la España del ‘ande yo caliente’, los neumáticos, en cambio, se tiraban al campo, convirtiéndose en un elemento más de ese paisajismo de lo
cutre que ha arrumado tantos rincones de mi maravilloso país.
Tardará horas, o tal vez días, en apagarse este fuego infernal, pero sus
efectos irreparables sobre el medio ambiente circundante, la contaminación de
los suelos y acuíferos que está provocando o, aún peor, los daños gravísimos en
la salud de las miles de familias ahora expuestas a infecciones
respiratorias y la alta exposición a substancias cancerígenas…esos efectos tardarán meses, años o lustros en apagarse. Como mi rabia y mi tristeza.
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