A Celsa y a Nacho.
Después de tres días en coma, y contra todo pronóstico, la mañana del sábado Camilo despertó. Supe por su mirada que me reconocía y, pese a que apenas podía hablar, le pude entender que me decía: Ignacio, ¿xa desayunaches?
Una vez, siendo niño (mucho antes de conocer a Camilo, incluso a Celsa, su nieta), soñé que este momento llegaría.
'Desayuné, si' – respondí, y una enorme sonrisa se dibujó en mi rostro. Hasta dos segundos antes había pensando que jamás volvería a escuchar su voz. Y ahí estaba de nuevo, mirándome con sus ojos vivos. Le tomó algún tiempo recuperar la palabra, y lo hizo al comienzo de un modo casi inaudible, aunque yo entendía bien lo que me decía: –
ben, agora teño que contar unha historia que só pode ser oído con barriga chea. Y ahí comenzó su relato, hilvanando cada frase con la cadencia relajada, distante y cercana a la vez de quien viene de realizar un viaje largo del que no pensaba regresar.
He hecho algunos esfuerzos por intentar recoger por escrito las cosas que me contó aquella larga tarde. Porque, a decir verdad, a estas alturas ya no sé bien que parte de su historia me la expresaba en palabras y cual era narrada con el lenguaje silencioso de su mirar vivo. Puede tal vez que gran parte del relato lo haya yo intuido, inspirado por la luz clara entrando en la habitación esa tarde del invierno o inundando el verdor de su huerto la primavera anterior. Mentiría además si no reconociese que, algunos aspectos de detalle me fueron aclarados a posteriori por su gato, que siempre va y viene libre, como él. El libro abierto de las arrugas de su rostro me dio las claves finales para completar esta historia breve, que comienza así:
Camilo cumplirá cien años en febrero.
(Foto: Ignacio Huerga)