Jueves por la noche
Cena en casa de unos amigos georgianos. Nana, la anfitriona, nos explica que su abuela nunca deja de votar en las elecciones, y siempre lo hace por el partido del actual presidente. El fervor democrático de la buena señora resulta especialmente encomiable si tenemos en cuenta que la anciana falleció en 1995. Georgia es una democracia tan perfecta que hasta los muertos votan, y, además, lo hacen al candidato oficialista. También casi todos los vivos dirigen sus votos en la misma dirección: unos por convicción, otros por inercia y muchos, segun se dice, por simple miedo. No es raro, por tanto, que el partido mayoritario ganase las últimas elecciones locales en todos y cada uno de los municipios del país. Una cosa es cierta: al presidente de aquí es un hombre de convicciones claras y visión de largo plazo: Por ejemplo, me cuentan que encarceló, con 14 años de condena, al tipo que durante la infancia le daba collejas en el colegio.
Lunes por la mañana
Viaje de trabajo a Kajetia, en el oriente georgiano. El río Alazani marca aquí la frontera con Azerbaiyán. Los caprichosos meandros han cambiado dramáticamente su curso en las últimas décadas, de modo que ahora no está muy claro por donde discurre el límite oficial de los dos países. Tras una hora por un camino impracticable, llego a una aldea situada en la orilla azerí del río, pero que, quien sabe como, aún permanece bajo control georgiano. El poblado fue construido a primeros de los noventa por el gobierno de Tiflis para hacer valer sus derechos territoriales en la zona. En la aldea, noventa familias de gentes de Adjara y chechenos del Pankisi malviven de la cría de ganado, en un pastizal atestado de mosquitos y rodeado plenamente por un borde fronterizo sin marcar. El año pasado los guardafronteras de Azerbaiyán mataron a un niño pastor que sin darse cuenta cruzó la frontera que no existe. Todos los meses, los desdichados aldeanos pierden algunas vacas que, despistadas, se lanzan a pastar en suelo extranjero. Cada vez que esto sucede, se hace preciso, para recuperar las reses, un acuerdo al más alto nivel entre los ministerios de exteriores de ambos países.
Lunes por la tarde
Atardece en Signaji, una maravillosa villa de Kajetia colgada sobre un peñasco, frente al Cáucaso. El sol da lustre a las bonitas fachadas del caso histórico y a las primorosas cubiertas de teja, recientemente rehabilitadas por decisión del presidente. Un anciano nos invita a su vivienda. El exterior, perfectamente reparado, da paso a un interior absolutamente desastroso. Hay humedad por todas partes. El papel de las paredes se deshace en hiladas, el techo se curva, a punto de vencerse. Todos los muebles están costrosos. El hombre nos explica que, debido a la pobre planificación de los trabajos de rehabilitación exterior de las casas, estas permanecieron sin tejado una semana, en el lapso entre la retirada de las viejas cubiertas y la instalación de las nuevas. En esos días, la copiosa lluvia destrozó por completo el interior de su vivienda. Pienso en esta casa como en una metáfora de Georgia: el exterior resplandeciente, el interior, cada vez más deteriorado, a causa de los esfuerzos por dar brillo al exterior.
Martes por la tarde
El prior de la catedral de Alaverdi me invita a una reunión en él monasterio contiguo. Una riada reciente penetró en el templo y el abad necesita apoyos para hacer frente a los trabajos necesarios para evitar que algo así suceda de nuevo y los frescos medievales no peligren. Un hidrólogo experto lleva la voz cantante en la reunión. En su introducción, el ingeniero explica que, de joven, siendo un actor famoso, una vez tuvo que encaramarse a lo más alto de la cúpula de la catedral durante cierta filmación, razón por la cual mantiene una relación especialmente entrañable con el sagrado lugar. El prior asiente con la cabeza y, a cada movimiento, la punta de sus largas barbas penetra ligeramente en la taza de té que tiene enfrente. A su derecha, un pope barrigudo hace que medita, pero probablemente sestea. El abad, finalmente, me pregunta si la Unión Europea puede hacer algo por ellos. Lanzo balones fuera: hablo de la embajada griega, de la UNESCO, hasta del Vaticano. Para mi sorpresa, el lider religioso en lugar de enfadarse con mis excusas me lanza una amplia sonrisa y me ofrece unas pastitas de hojaldre. 'Me gustan mucho las pastitas estas', pienso yo mientras las degluto a dos carrillos.
Cena en casa de unos amigos georgianos. Nana, la anfitriona, nos explica que su abuela nunca deja de votar en las elecciones, y siempre lo hace por el partido del actual presidente. El fervor democrático de la buena señora resulta especialmente encomiable si tenemos en cuenta que la anciana falleció en 1995. Georgia es una democracia tan perfecta que hasta los muertos votan, y, además, lo hacen al candidato oficialista. También casi todos los vivos dirigen sus votos en la misma dirección: unos por convicción, otros por inercia y muchos, segun se dice, por simple miedo. No es raro, por tanto, que el partido mayoritario ganase las últimas elecciones locales en todos y cada uno de los municipios del país. Una cosa es cierta: al presidente de aquí es un hombre de convicciones claras y visión de largo plazo: Por ejemplo, me cuentan que encarceló, con 14 años de condena, al tipo que durante la infancia le daba collejas en el colegio.
Lunes por la mañana
Viaje de trabajo a Kajetia, en el oriente georgiano. El río Alazani marca aquí la frontera con Azerbaiyán. Los caprichosos meandros han cambiado dramáticamente su curso en las últimas décadas, de modo que ahora no está muy claro por donde discurre el límite oficial de los dos países. Tras una hora por un camino impracticable, llego a una aldea situada en la orilla azerí del río, pero que, quien sabe como, aún permanece bajo control georgiano. El poblado fue construido a primeros de los noventa por el gobierno de Tiflis para hacer valer sus derechos territoriales en la zona. En la aldea, noventa familias de gentes de Adjara y chechenos del Pankisi malviven de la cría de ganado, en un pastizal atestado de mosquitos y rodeado plenamente por un borde fronterizo sin marcar. El año pasado los guardafronteras de Azerbaiyán mataron a un niño pastor que sin darse cuenta cruzó la frontera que no existe. Todos los meses, los desdichados aldeanos pierden algunas vacas que, despistadas, se lanzan a pastar en suelo extranjero. Cada vez que esto sucede, se hace preciso, para recuperar las reses, un acuerdo al más alto nivel entre los ministerios de exteriores de ambos países.
Lunes por la tarde
Atardece en Signaji, una maravillosa villa de Kajetia colgada sobre un peñasco, frente al Cáucaso. El sol da lustre a las bonitas fachadas del caso histórico y a las primorosas cubiertas de teja, recientemente rehabilitadas por decisión del presidente. Un anciano nos invita a su vivienda. El exterior, perfectamente reparado, da paso a un interior absolutamente desastroso. Hay humedad por todas partes. El papel de las paredes se deshace en hiladas, el techo se curva, a punto de vencerse. Todos los muebles están costrosos. El hombre nos explica que, debido a la pobre planificación de los trabajos de rehabilitación exterior de las casas, estas permanecieron sin tejado una semana, en el lapso entre la retirada de las viejas cubiertas y la instalación de las nuevas. En esos días, la copiosa lluvia destrozó por completo el interior de su vivienda. Pienso en esta casa como en una metáfora de Georgia: el exterior resplandeciente, el interior, cada vez más deteriorado, a causa de los esfuerzos por dar brillo al exterior.
Martes por la tarde
El prior de la catedral de Alaverdi me invita a una reunión en él monasterio contiguo. Una riada reciente penetró en el templo y el abad necesita apoyos para hacer frente a los trabajos necesarios para evitar que algo así suceda de nuevo y los frescos medievales no peligren. Un hidrólogo experto lleva la voz cantante en la reunión. En su introducción, el ingeniero explica que, de joven, siendo un actor famoso, una vez tuvo que encaramarse a lo más alto de la cúpula de la catedral durante cierta filmación, razón por la cual mantiene una relación especialmente entrañable con el sagrado lugar. El prior asiente con la cabeza y, a cada movimiento, la punta de sus largas barbas penetra ligeramente en la taza de té que tiene enfrente. A su derecha, un pope barrigudo hace que medita, pero probablemente sestea. El abad, finalmente, me pregunta si la Unión Europea puede hacer algo por ellos. Lanzo balones fuera: hablo de la embajada griega, de la UNESCO, hasta del Vaticano. Para mi sorpresa, el lider religioso en lugar de enfadarse con mis excusas me lanza una amplia sonrisa y me ofrece unas pastitas de hojaldre. 'Me gustan mucho las pastitas estas', pienso yo mientras las degluto a dos carrillos.
(Foto: Juan Echanove)