Ojeo el último número de Babelia, el suplemento cultural de El País. Los que vivimos fuera leemos los periódicos de España como quien repasa unos apuntes en el último momento antes de un examen: para creerte que te has enterado de algo, para sentirte parte de un mundillo que, supuestamente, es esencial conocer, aunque sabes que ya es tarde.
Leo, leo las dos docenas de hojas, sin orden ni concierto, saltando de los titulares a párrafos dispersos. Y descubro así que en el siglo XVIII en la corte de Madrid las damiselas masticaban jarras de barro para adquirir palidez (a fuer de provocarse anemias); y aprendo también que cierto artista muy moderno y muy famoso ha compuesto un CD utilizando sonidos diversos del ciclo vital de un cerdo; y que se va a publicar, en lujosa edición de encuadernación de seda y papel acartonado el célebre libro rojo de Jung, que nadie entiende pero que provoca, en quien contempla demasiado tiempo los detallados dibujos acuarelados del psiquiatra austríaco, un pavor insondable por las puertas. Y me entero, finalmente, de que Ezra Paund era un capullo, o a lo mejor estaba loco, o quizás era un genio, o puede que las tres cosas, en su caso, significasen lo mismo -eso, el articulista, no logra aclararlo.
Leo Babelia para cerciorarme de que todo lo que ignoro. Leo Babelia buscando, inútilmente, que algún periodista intrépido aparque la pose.
la extensión, entiendo, es enemiga de la profundidad. Y este mundo de hoy es muy extenso, demasiado extenso.
la próxima vez, para guiarme en la jungla cotidiana, en lugar de leer Babelia, trazaré yo mismo un mapa preciso, un mapa de una isla pequeña, poco extensa, y muy profunda.
(Foto: Aránzazu Echánove)
3 comentarios:
Los Legionarios de Cervantes
Luisgé Martín
Publicado en EL País 28-08-2010
Tengo un amigo escritor -y colaborador ocasional de estas páginas- que siempre que puede abomina de la mercantilización de la cultura pero que está intentando desesperadamente ganar el Premio Nadal, el Alfaguara, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta. Me relaciono también con otros dos o tres autores, conocidos de todos, que en sus columnas periodísticas arremeten apocalípticamente contra la partitocracia que gobierna España, contra la corrupción rampante y contra la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos, y al mismo tiempo forman parte de jurados amañados, acuden a actos inanes pagados suntuosamente con dinero público y organizan camarillas de compadres endogámicas y mafiosas. Y son legión los que, invocando la elevada misión del arte y la austeridad que se le debe, desprecian los laureles y las glorias mundanas justamente hasta que les son concedidos a ellos. En realidad, los escritores no somos muy diferentes de esos obispos que, después de haber manoseado a un niño, se suben al púlpito para tronar contra los pecados de la carne.
Hay dos célebres aforismos que sirven en estos asuntos para aliviar la conciencia: "Haz lo que yo digo, no lo que yo hago" (Do as I say, not as I do) y "Todos debemos aprender a vivir con nuestras propias contradicciones". Con estas coartadas ya se puede cometer cualquier desmán. Ahí está, por ejemplo, Marcial Maciel, que, aunque fue pederasta, libertino, chantajista, estafador, plagiador, drogadicto e incluso asesino, según aseguran algunos periodistas que investigan su vida, no dejó nunca de predicar la pobreza, la castidad y la misericordia. Sus legionarios reniegan hoy de él, pero siguen bendiciendo sus enseñanzas sin pararse ni un instante a pensar que tal vez tanto rigor moral sólo puede ser concebido por una mente gangrenada. El trigo que es fácil de predicar pero imposible de ser dado no es nunca trigo limpio.
Hace poco le oí decir a Carlos Zanón, un escritor casi secreto, que la inteligencia es esa cualidad que le sirve a quien la tiene para darse cuenta de las trampas que se tiende a sí mismo, de los engaños con los que trata de embaucarse. Me pareció una definición fascinante. La inteligencia, de ese modo, sería la capacidad de no ser inconsecuente. La capacidad de mantener algún grado de coherencia -más allá de la retórica- entre lo que se dice y lo que se hace. El hilo que une los pensamientos y los actos.
Un sermoneador sólo tiene tres posibilidades taxonómicas: ser consecuente con sus sermones, ser un cínico o ser imbécil. ¿En cuál de las tres categorías debemos colocar al aspirante a un gran premio comercial que rechaza la mercantilización de la cultura, al apóstol de la pureza que exige un hotel de cinco estrellas pagado con dinero público y al fustigador de la frivolidad del mundo literario que busca cada noche su nombre en Google? En la primera de ellas no, por supuesto.
En los libros he encontrado siempre, desde mi adolescencia, las cavilaciones más lúcidas sobre la naturaleza humana. Los escritores -los buenos- son capaces de representar como nadie las flaquezas, las ambiciones y las miserias del alma. Resulta llamativo, por tanto, que no acierten a reconocerlas en sí mismos al primer vistazo. O que, si lo hacen, no enmienden luego sus soflamas. Habría que plantearles a muchos de ellos la disyuntiva que Juan Ramón Jiménez le ofrecía a León Felipe en la guerra, según recuerda Trapiello en Las armas y las letras: "O no gritar tanto o a las trincheras, León Felipe.
Los Legionarios de Cervantes
Luisgé Martín
Publicado en EL País 28-08-2010
Tengo un amigo escritor -y colaborador ocasional de estas páginas- que siempre que puede abomina de la mercantilización de la cultura pero que está intentando desesperadamente ganar el Premio Nadal, el Alfaguara, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta. Me relaciono también con otros dos o tres autores, conocidos de todos, que en sus columnas periodísticas arremeten apocalípticamente contra la partitocracia que gobierna España, contra la corrupción rampante y contra la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos, y al mismo tiempo forman parte de jurados amañados, acuden a actos inanes pagados suntuosamente con dinero público y organizan camarillas de compadres endogámicas y mafiosas. Y son legión los que, invocando la elevada misión del arte y la austeridad que se le debe, desprecian los laureles y las glorias mundanas justamente hasta que les son concedidos a ellos. En realidad, los escritores no somos muy diferentes de esos obispos que, después de haber manoseado a un niño, se suben al púlpito para tronar contra los pecados de la carne.
Hay dos célebres aforismos que sirven en estos asuntos para aliviar la conciencia: "Haz lo que yo digo, no lo que yo hago" (Do as I say, not as I do) y "Todos debemos aprender a vivir con nuestras propias contradicciones". Con estas coartadas ya se puede cometer cualquier desmán. Ahí está, por ejemplo, Marcial Maciel, que, aunque fue pederasta, libertino, chantajista, estafador, plagiador, drogadicto e incluso asesino, según aseguran algunos periodistas que investigan su vida, no dejó nunca de predicar la pobreza, la castidad y la misericordia. Sus legionarios reniegan hoy de él, pero siguen bendiciendo sus enseñanzas sin pararse ni un instante a pensar que tal vez tanto rigor moral sólo puede ser concebido por una mente gangrenada. El trigo que es fácil de predicar pero imposible de ser dado no es nunca trigo limpio.
Hace poco le oí decir a Carlos Zanón, un escritor casi secreto, que la inteligencia es esa cualidad que le sirve a quien la tiene para darse cuenta de las trampas que se tiende a sí mismo, de los engaños con los que trata de embaucarse. Me pareció una definición fascinante. La inteligencia, de ese modo, sería la capacidad de no ser inconsecuente. La capacidad de mantener algún grado de coherencia -más allá de la retórica- entre lo que se dice y lo que se hace. El hilo que une los pensamientos y los actos.
Un sermoneador sólo tiene tres posibilidades taxonómicas: ser consecuente con sus sermones, ser un cínico o ser imbécil. ¿En cuál de las tres categorías debemos colocar al aspirante a un gran premio comercial que rechaza la mercantilización de la cultura, al apóstol de la pureza que exige un hotel de cinco estrellas pagado con dinero público y al fustigador de la frivolidad del mundo literario que busca cada noche su nombre en Google? En la primera de ellas no, por supuesto.
En los libros he encontrado siempre, desde mi adolescencia, las cavilaciones más lúcidas sobre la naturaleza humana. Los escritores -los buenos- son capaces de representar como nadie las flaquezas, las ambiciones y las miserias del alma. Resulta llamativo, por tanto, que no acierten a reconocerlas en sí mismos al primer vistazo. O que, si lo hacen, no enmienden luego sus soflamas. Habría que plantearles a muchos de ellos la disyuntiva que Juan Ramón Jiménez le ofrecía a León Felipe en la guerra, según recuerda Trapiello en Las armas y las letras: "O no gritar tanto o a las trincheras, León Felipe.
Los Legionarios de Cervantes
Luisgé Martín
Publicado en EL País 28-08-2010
Tengo un amigo escritor -y colaborador ocasional de estas páginas- que siempre que puede abomina de la mercantilización de la cultura pero que está intentando desesperadamente ganar el Premio Nadal, el Alfaguara, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta. Me relaciono también con otros dos o tres autores, conocidos de todos, que en sus columnas periodísticas arremeten apocalípticamente contra la partitocracia que gobierna España, contra la corrupción rampante y contra la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos, y al mismo tiempo forman parte de jurados amañados, acuden a actos inanes pagados suntuosamente con dinero público y organizan camarillas de compadres endogámicas y mafiosas. Y son legión los que, invocando la elevada misión del arte y la austeridad que se le debe, desprecian los laureles y las glorias mundanas justamente hasta que les son concedidos a ellos. En realidad, los escritores no somos muy diferentes de esos obispos que, después de haber manoseado a un niño, se suben al púlpito para tronar contra los pecados de la carne.
Hay dos célebres aforismos que sirven en estos asuntos para aliviar la conciencia: "Haz lo que yo digo, no lo que yo hago" (Do as I say, not as I do) y "Todos debemos aprender a vivir con nuestras propias contradicciones". Con estas coartadas ya se puede cometer cualquier desmán. Ahí está, por ejemplo, Marcial Maciel, que, aunque fue pederasta, libertino, chantajista, estafador, plagiador, drogadicto e incluso asesino, según aseguran algunos periodistas que investigan su vida, no dejó nunca de predicar la pobreza, la castidad y la misericordia. Sus legionarios reniegan hoy de él, pero siguen bendiciendo sus enseñanzas sin pararse ni un instante a pensar que tal vez tanto rigor moral sólo puede ser concebido por una mente gangrenada. El trigo que es fácil de predicar pero imposible de ser dado no es nunca trigo limpio.
Hace poco le oí decir a Carlos Zanón, un escritor casi secreto, que la inteligencia es esa cualidad que le sirve a quien la tiene para darse cuenta de las trampas que se tiende a sí mismo, de los engaños con los que trata de embaucarse. Me pareció una definición fascinante. La inteligencia, de ese modo, sería la capacidad de no ser inconsecuente. La capacidad de mantener algún grado de coherencia -más allá de la retórica- entre lo que se dice y lo que se hace. El hilo que une los pensamientos y los actos.
Un sermoneador sólo tiene tres posibilidades taxonómicas: ser consecuente con sus sermones, ser un cínico o ser imbécil. ¿En cuál de las tres categorías debemos colocar al aspirante a un gran premio comercial que rechaza la mercantilización de la cultura, al apóstol de la pureza que exige un hotel de cinco estrellas pagado con dinero público y al fustigador de la frivolidad del mundo literario que busca cada noche su nombre en Google? En la primera de ellas no, por supuesto.
En los libros he encontrado siempre, desde mi adolescencia, las cavilaciones más lúcidas sobre la naturaleza humana. Los escritores -los buenos- son capaces de representar como nadie las flaquezas, las ambiciones y las miserias del alma. Resulta llamativo, por tanto, que no acierten a reconocerlas en sí mismos al primer vistazo. O que, si lo hacen, no enmienden luego sus soflamas. Habría que plantearles a muchos de ellos la disyuntiva que Juan Ramón Jiménez le ofrecía a León Felipe en la guerra, según recuerda Trapiello en Las armas y las letras: "O no gritar tanto o a las trincheras, León Felipe.
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