Miguel Delibes forma parte de mis recuerdos familiares más antiguos. Su abuela y mi bisabuelo eran hermanos. Yo nunca le conocí personalmente, pero mi madre, sobre todo de joven, mantuvo trato estrecho con su familia. Mi madre de niño siempre me contaba que cuando se casó con mi padre, el escritor les regaló sus obras dedicadas, en una maravillosa edición de la colección Ancora. Algunos ejemplares todavía sestean en su librería. Una grata sensación de orgullo familiar nos unía mágicamente con el escritor.
Tal vez ese nexo difuso me llevó a leer La Sombra del Ciprés es Alargada a una edad demasiado temprana para entenderlo. Recuerdo que, de todos modos, el libro me gustó mucho. Después vino El Camino, lectura obligatoria en BUP (ahora que caigo en la cuenta, Delibes era el ultimo autor español sobreviviente de aquellos que tenían asignado capítulo propio en mis libros de literatura del bachillerato). Y luego, con el transcurrir de los años, me dejé atrapar por las Ratas, Los Santos Inocentes y, finalmente, El Hereje.
Ningún autor español, desde Antonio Machado, supo contarnos Castilla tan bien como Delibes. La Meseta para él era mucho más que un paisaje geográfico de trigales, montes, ciudades provincianas y pequeños pueblos con rotundos nombres medievales. La suya era más bien una Castilla de paisajes humanos, tan humanos que, al fin y al cabo, era pasajes universales.
De todos modos, y aunque excelentes, no son sus ambientaciones castellanas lo que yo más destacaría en la obra de Delibes. Sus tramas, aunque rotundas y magníficamente construidas, no son tampoco el elemento crucial de su genialidad. Ni siquiera su fabuloso estilo ni su modo mágico de describir. Es, más bien, su dominio absoluto del lenguaje. Ninguna palabra sobra, ninguna falta. Todas y cada una parecen ocupar en sus frases el hueco exacto que les corresponde según el orden natural de las cosas. Esto, que parece a primera vista sencillo, constituye en verdad la esencia misma de la perfección literaria. Por eso, basta leer unas pocas líneas al azar de cualquiera de sus libros para disfrutar de un fresco baño del español más perfecto. Delibes, más que dominar la lengua castellana, se sometía a ella, se dejaba llevar.
Cada vez que un escritor al que he leído y admiro muere, surgen en mí dos sentimientos contrapuestos: Uno de desazón, la misma que se produce cuando se marcha para siempre alguien a quien conocíamos bien. La otra es de consuelo: Nos queda su obra, a través de la cual nos seguirá siempre hablando.
(Foto: Luis Echánove)
1 comentario:
me gusta mucho la descripción de Miguel Delibes desde luego un gran escritor y una gran persona, solo tuve conocimiento de El a traves de mi abuela Lola y de mí tío Javier puesto que si ellos tuvieron mucho trato
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