Eran las tres en punto de la tarde cuando el agua comenzó a filtrarse bajo el quicio de la puerta. Nadie pareció darse cuenta. O nadie quiso darse cuenta. A las tres y catorce la mesa de reuniones, que era de plástico, ya flotaba dos palmos sobre el suelo. Navegaba distancias minúsculas, atrapada en parte por las sillas (que eran de metal). Hubo, claro, que cancelar la reunión y salvar los documentos. Todos se afanaron en subir los cajones bajos a los armarios, luego, en llevarse los armarios enteros. Finalmente, alguien miró a la puerta y avisó del riesgo de quedarse atapados dentro si no salíamos de allí ya mismo. Todos se tiraron a raudales al agua, el cual fluía de la misma forma calle abajo. Unos caminaron con tiento sobre las altas aceras, donde la riada apenas llegaba aún a las rodillas. Otros se lanzaron a nado por el centro de la vía. Eran aquellas unas aguas turbias, pastosas, color inodoro con diarrea. Y además, olían francamente mal.
Me precipité calle arriba, nadando también, pero antes de llegar a la loma, dos manzanas más adelante, donde las aguas dejaban paso al asfalto, escuché voces saliendo de una casa y cambié la dirección de mi nadar. Alguien gritaba “socorro”, o tal vez “auxilio”, o más probablemente ambas cosas. La puerta de la casa estaba abierta. El agua anegaba la planta baja. Yo no hacía pie, así que continué nadando, ya a tientas. La noche estaba cayendo y en aquella casona no había luz alguna. De vez en cuando me chocaba con formas flotantes: libros, lámparas, sillas… Al fondo tenté con las manos un pasamanos y enseguida di con los escalones. Los ascendí deprisa, como saliendo de ese infierno de liquido turbio, camino de algún paraíso. Arriba, una mujer gorda, obesa, inmensa, lloraba en un rincón, hecha un ovillo. “No sé nadar”, balbuceó.
Me la eché a la espalda. Casi nos deslomamos ambos bajando al zaguán por aquellas escaleras. No sé aún como conseguí después cargarla mientras braceaba primero hacia afuera de la casa, luego por la calle, siempre con la fuerte corriente atraviesa, a punto cien veces de empujarme riada abajo sin control. Y al fin, de pronto, alcancé la loma, salí del infierno. Y entonces, cuando ya todo había concluido, cuando ni mi vida ni la suya peligraban, sentí pánico. Un pánico vacío, el pánico a lo que ya ha sucedido, que es el pánico de verdad.
Ocurrió hace casi diez años, en Matagalpa, Nicaragua. Ahora que Manila está anegada en el fango de pronto me asaltó el recuerdo de ese temor frio, metálico, imposible y enorme. No es que mi vida haya estado ahora en riesgo, como sí lo estuvo entonces. No, en absoluto. He vivido estas otras inundaciones desde la comodidad de los barrios que nunca se inundan del todo. Es solo que el terror inmenso, en realidad, nunca se olvida, solo se esconde.
Me precipité calle arriba, nadando también, pero antes de llegar a la loma, dos manzanas más adelante, donde las aguas dejaban paso al asfalto, escuché voces saliendo de una casa y cambié la dirección de mi nadar. Alguien gritaba “socorro”, o tal vez “auxilio”, o más probablemente ambas cosas. La puerta de la casa estaba abierta. El agua anegaba la planta baja. Yo no hacía pie, así que continué nadando, ya a tientas. La noche estaba cayendo y en aquella casona no había luz alguna. De vez en cuando me chocaba con formas flotantes: libros, lámparas, sillas… Al fondo tenté con las manos un pasamanos y enseguida di con los escalones. Los ascendí deprisa, como saliendo de ese infierno de liquido turbio, camino de algún paraíso. Arriba, una mujer gorda, obesa, inmensa, lloraba en un rincón, hecha un ovillo. “No sé nadar”, balbuceó.
Me la eché a la espalda. Casi nos deslomamos ambos bajando al zaguán por aquellas escaleras. No sé aún como conseguí después cargarla mientras braceaba primero hacia afuera de la casa, luego por la calle, siempre con la fuerte corriente atraviesa, a punto cien veces de empujarme riada abajo sin control. Y al fin, de pronto, alcancé la loma, salí del infierno. Y entonces, cuando ya todo había concluido, cuando ni mi vida ni la suya peligraban, sentí pánico. Un pánico vacío, el pánico a lo que ya ha sucedido, que es el pánico de verdad.
Ocurrió hace casi diez años, en Matagalpa, Nicaragua. Ahora que Manila está anegada en el fango de pronto me asaltó el recuerdo de ese temor frio, metálico, imposible y enorme. No es que mi vida haya estado ahora en riesgo, como sí lo estuvo entonces. No, en absoluto. He vivido estas otras inundaciones desde la comodidad de los barrios que nunca se inundan del todo. Es solo que el terror inmenso, en realidad, nunca se olvida, solo se esconde.
La tormenta tropical Ondoy arrasó Manila hace dos días, dejando el ochenta por cien de la ciudad bajo el agua, provocando decenas de muertos y dejando a cientos de miles de personas sin hogar.
(Foto: Luis Echánove)