atrapados entre
las aguas
de un mar
transitorio.
Una barcaza de
colores vivos
era su escuela.
Yo tocaba los
muros de las casas
de adobe y caño
solo por sentir
en mis dedos
la humedad de sus
miradas.
Los cirros del
cielo
dejaban reflejar
rayos oblicuos,
que chispeaban
sobre el agua quieta.
Con el viento en
el rostro,
navegábamos por
el archipiélago
de los
desheredados.
Visité sus
huertos nimios,
husmeé con
curiosidad
en el umbral de todas
las casas,
y en algunas entré.
Hablé con ellos.
Escuché, absorto
arrinconado y
doloroso.
Envueltas en
vistosos colores
Las mujeres me
hablaban
de la vida y de
la muerte
sin transición ni
aspaviento.
deshilaban la
madeja
de un relato de
dolor
y también de
esperanza.
Cuchilladas de
rabia.
Lagrimas
ahogadas…
Y silencio.
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