Es una tarde de domingo, calma y soleada. Estoy en Dresde. Miro a los santos de piedra alzados como titanes místicos sobre la cubierta de la iglesia palatina de los antiguos Electores de Sajonia. Los perfiles de las enormes figuras se recortan oscuros sobre el cielo intenso y desnudo de nubes. Acabo de cruzar el Elba por el puente viejo, con la vista del elegante burgo barroco en mi horizonte. He dejado en la otra orilla una muchedumbre plácida de familias, parejas de novios y grupos de jóvenes tomando el sol sobre la yerba rasa que roza la orilla norte del río.
Y ahora estoy aquí, absorto y con los ojos prendados de esas esculturas alzadas en lo alto, como dioses arcanos. Siento la historia entera de Europa rendida a los pies de la ciudad. Entiendo ahora el sentido profundo del barroco en Alemania (el amansamiento, la sumisión al mundo clásico). Y comprendo también lo que significan las piedras de una iglesia arrasada, colocadas de nuevo en su lugar por un pueblo abatido por el peso de su propia furia. No se si es el sol intenso que me hace sentirme en latitudes mediterráneas, pero en Dresde, ciudad mansa y trágica a la vez, veo discurrir el destino de todo un continente.
Me acompaña la música por estas calles que son en verdad la tramoya de una opera extraordinaria. Mas tarde sabré que dos muchachos eslavos tocan el violín y el oboe en el pasadizo que discurre bajo el edificio del ayuntamiento. Pero ahora, mientras pierdo mi vista en esas imágenes pétreas colgadas de las alturas, el Ave María de Schubert y la Primavera de Vivaldi dejan de ser música y se transforman en escalofríos intensos, en sensaciones sin nombre, que parecen alzarse sobre el tiempo y el espacio y enredarse en el aire para dar vida a las grandiosas efigies de granito y hacerlas moverse, y hablar, y tal vez bajar un día a la ciudad y caminar entre nosotros, los mortales.
(Foto Luis Echanove)
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