El traqueteo del tren mecía el pasto de la campiña a su paso. Granjas y más granjas se sucedían ante nuestra vista. Todas de piedra, bien entejadas y dejando asomar su confort interior por aquella ventanas decoradas con tiestos blancos y cortinas de ganchillo. Viajábamos deprisa, con la memoria de los acantilados y las turberas aun en la retina. El sol inundaba el campo inglés, y también nuestros sueños.
La voz algo áspera de Peter Gabriel repicaba en mi cabeza conforme nos acercábamos a nuestro destino. De aquella ciudad solo conocía el nombre, escrito con bolígrafo Bic en un cassette de mi hermano Luis.
Llegamos al fin. Nada recuerdo de la estación, ni de las calles; pero si cierro los ojos, puedo sentir claramente la yerba húmeda sobre la que nos sentamos esa tarde, contemplando la esplendorosa catedral gótica, quizás diez minutos, quizás dos horas. Tal vez aun yo sigo ahí, sin saberlo, sobre esa pradera, mirando la enorme torre puntiaguda, bañada de luz, una tarde de verano.
(Foto: © Stephen McParlin)
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