De entre mis muchas obsesiones, la de buscar sentineleses es, sin duda, la más estrambótica de todas.
Ya he escrito aquí en un par de ocasiones sobre los huidizos habitantes de Sentinel del Norte. Situada en el archipiélago de Andamán, en el Océano Índico, esta isla tropical rodeada de arrecifes y completamente cubierta por una tupida jungla, constituye el último rincón poblado del Planeta Tierra sobre el que ninguna nación ejerce una soberanía efectiva. Sentinel está poblada por un número indeterminado de “negritos”, esto es, pigmeos negroides asiáticos, dedicados a la caza y a la recolección, y cuya forma de vida es más o menos semejante a la del resto de la humanidad en el paleolítico.
Nada sabemos de la lengua de los sentineleses, de sus costumbres o de su religión. Ni siquiera se sabe dónde se sitúan concretamente sus poblados. La única evidencia de su existencia son algunas fotografías vagas de hombres y mujeres desnudos tomadas desde la costa por un antropologo indio, que, en los años ochenta, acompañado de policias fuertemente armados, llegó a tomar pie en la isla. Los sentineleses se volatilizaron en la espesura ante su presencia. El antropólogo regresó después en varias ocasiones a las difíciles costas de la isla. Arrojaba cocos a las aguas, y los sentineleses, desde la distancia, los retiraban con precaución.
Los sentineleses no son la única comunidad indigena completamente aislada del mundo exterior. En la Amazonia y en Papúa Nueva Guinea todavía sobreviven algunas tribus sin ningún contacto con el resto de la familia humana. Pero el caso de los sentineleses es el más fascinante de todos, por su aislamiento (se trata de una isla) y porque su territorio, estrictamente, no pertenece a ningún país (la India lo reclama, pero jamás ha ejercido ningún dominio efectivo).
Para mi fortuna, por alguna inescrutable razón la resolución de Sentinel del Norte en Google Earth es verdaderamente detallada, semejante a la de las zonas urbanas de Europa o Estados Unidos. En cuanto me dí cuenta de ello, decidí ejercitar el absurdo entretenimiento de buscar a sus pobladores. La isla no es pequeña (sesenta y tantos kilómetros cuadrados), y la compacta masa forestal cubre integramente su superficie. Ante tales dificultades, no contaba, por supuesto, con identificar individuos, pero si al menos toparme con alguna traza de presencia humana.
Oscultaba al azar, sin orden ni concierto. Mi vista se agotaba al poco rato de tanto mirar ese tapiz constante de copas de árboles. Pero al segundo día de ejercitarme en este inconfesable vicio de jugar a ser explorador por control remoto, de forma casual identifiqué en medio de la espesura una forma exagonal casi perfecta, semejante a una gran sombrilla contemplada desde el cielo. Apenas se diferenciaba de la naturaleza del entorno, pero, observada con detenimiento, era evidente que sólo un milagro podría haber dado a un árbol una forma geométrica tan perfecta. Sí, aquello parecía si duda una gran cabaña, en la que tal vez convivían varias familias. Enseguida me precipité a otras páginas de Internet para saber cómo describieron los viajeros del siglo XVIII y XIX las viviendas originales de las tribus de las otras islas del archipiélago Andamán (hoy en día construyen chabolas con los desechos de los emigrantes indios). Encontré reproducciones de viejos grabados en las que claramente se reproducían grandes cabañas exagonales de paja.
No me había equivocado. Había hallado las coordenadas exactas del lugar dónde habitan algunos de los individuos del pueblo más aislado, remoto y desconocido del planeta; pero no estaba orgulloso, me sentía miserable, como un intruso que ha desvelado un secreto a su pesar.
Quise imaginar que estarían haciendo en ese mismo momento los pobladores de aquella choza en medio de la selva. Sentí una enorme sensación de vértigo, porque tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, los sentineleses acaban de apercibirse de que alguien les había descubierto .
Desde entonces por la noche, cuando duermo, en mi sueños escucho a veces un susurro de conversaciones en un idioma que no conozco.
Ya he escrito aquí en un par de ocasiones sobre los huidizos habitantes de Sentinel del Norte. Situada en el archipiélago de Andamán, en el Océano Índico, esta isla tropical rodeada de arrecifes y completamente cubierta por una tupida jungla, constituye el último rincón poblado del Planeta Tierra sobre el que ninguna nación ejerce una soberanía efectiva. Sentinel está poblada por un número indeterminado de “negritos”, esto es, pigmeos negroides asiáticos, dedicados a la caza y a la recolección, y cuya forma de vida es más o menos semejante a la del resto de la humanidad en el paleolítico.
Nada sabemos de la lengua de los sentineleses, de sus costumbres o de su religión. Ni siquiera se sabe dónde se sitúan concretamente sus poblados. La única evidencia de su existencia son algunas fotografías vagas de hombres y mujeres desnudos tomadas desde la costa por un antropologo indio, que, en los años ochenta, acompañado de policias fuertemente armados, llegó a tomar pie en la isla. Los sentineleses se volatilizaron en la espesura ante su presencia. El antropólogo regresó después en varias ocasiones a las difíciles costas de la isla. Arrojaba cocos a las aguas, y los sentineleses, desde la distancia, los retiraban con precaución.
Los sentineleses no son la única comunidad indigena completamente aislada del mundo exterior. En la Amazonia y en Papúa Nueva Guinea todavía sobreviven algunas tribus sin ningún contacto con el resto de la familia humana. Pero el caso de los sentineleses es el más fascinante de todos, por su aislamiento (se trata de una isla) y porque su territorio, estrictamente, no pertenece a ningún país (la India lo reclama, pero jamás ha ejercido ningún dominio efectivo).
Para mi fortuna, por alguna inescrutable razón la resolución de Sentinel del Norte en Google Earth es verdaderamente detallada, semejante a la de las zonas urbanas de Europa o Estados Unidos. En cuanto me dí cuenta de ello, decidí ejercitar el absurdo entretenimiento de buscar a sus pobladores. La isla no es pequeña (sesenta y tantos kilómetros cuadrados), y la compacta masa forestal cubre integramente su superficie. Ante tales dificultades, no contaba, por supuesto, con identificar individuos, pero si al menos toparme con alguna traza de presencia humana.
Oscultaba al azar, sin orden ni concierto. Mi vista se agotaba al poco rato de tanto mirar ese tapiz constante de copas de árboles. Pero al segundo día de ejercitarme en este inconfesable vicio de jugar a ser explorador por control remoto, de forma casual identifiqué en medio de la espesura una forma exagonal casi perfecta, semejante a una gran sombrilla contemplada desde el cielo. Apenas se diferenciaba de la naturaleza del entorno, pero, observada con detenimiento, era evidente que sólo un milagro podría haber dado a un árbol una forma geométrica tan perfecta. Sí, aquello parecía si duda una gran cabaña, en la que tal vez convivían varias familias. Enseguida me precipité a otras páginas de Internet para saber cómo describieron los viajeros del siglo XVIII y XIX las viviendas originales de las tribus de las otras islas del archipiélago Andamán (hoy en día construyen chabolas con los desechos de los emigrantes indios). Encontré reproducciones de viejos grabados en las que claramente se reproducían grandes cabañas exagonales de paja.
No me había equivocado. Había hallado las coordenadas exactas del lugar dónde habitan algunos de los individuos del pueblo más aislado, remoto y desconocido del planeta; pero no estaba orgulloso, me sentía miserable, como un intruso que ha desvelado un secreto a su pesar.
Quise imaginar que estarían haciendo en ese mismo momento los pobladores de aquella choza en medio de la selva. Sentí una enorme sensación de vértigo, porque tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, los sentineleses acaban de apercibirse de que alguien les había descubierto .
Desde entonces por la noche, cuando duermo, en mi sueños escucho a veces un susurro de conversaciones en un idioma que no conozco.
(Foto superior: Juan Echánove, foto inferior: Google Earth)