En el refugioNo hay nada tan grato como esa luz de la mañana. La recuerdo con nitidez, salpicada de focos tenues, filtrados por los bajos bancos de nubes sobre el río. En un ir y venir, serpenteando entre alamedas, el agua baila con el cielo una danza de claros y oscuros distantes. Mi imagen de los prados al amanecer es muy borrosa. Retengo los brillos dispersos de forma vaga. Pero los sonidos permanecen inalterados: Un silencio madrugador, tiznado de voces de pájaros, lejanos tractores y aún más distantes coches y camiones circulando por la línea misma del horizonte. Enjambres de hombres diminutos enseguida moteaban en paisaje, con sus movimientos lentos, camino de los pastos o rumbo a los huertos de la rivera.
Las luces en las casas se iban apagando a medida que el sol se levantaba. Llegaría el día, y los sonidos limpios del amanecer desaparecerían, a la espera de un nuevo rencuentro, una mañana más.
Asocio las colinas con el tiempo muerto de la noche. Si pienso en el día, en los días, son los ruidos jaleosos quienes vienen a mí…el trajinar de las labores de labranza, el sonido suave del autobús de la escuela, los murmullos durante las interminables comidas de vacaciones…se transforman todos en un atronar constante de resonancias entremezcladas. Distingo enseguida la voz de mi padre, más firme y ruda que las otras, y enseguida aparto de una patada los recuerdos y me sumerjo otra vez más en la espera.
El olor del albergue llena todo ahora. No es desagradable, pero se filtra con malicia por todos los rincones. Algunos, los que vienen de paso, se marchan con parte de ese aroma vago colgado de los petates, pero es tan intenso que ni este tránsito constante de refugiados logrará nunca disolverlo.
Hay árboles en Zagreb. Crecen junto a las calles y dentro de las casas con pequeño jardín. Una vez observé un sauce viejo, buscando en su corteza un trazo que me devolviera mis recuerdos. Era un árbol mudo.
Continuará
(Foto: Luis Echanove)