domingo, 13 de julio de 2008

Verano en Plescen (y IV)

(Cuento por entregas)
Amanecí al día siguiente presa de una gran inquietud. Apenas pude trabajar. Me entraron fuertes tentaciones de indagar sobre la identidad del misterioso visitante de la noche anterior o echar un vistazo al lugar de la cita antes de la hora prevista. Me abstuve de todo ello y pasé la jornada haciendo esbozos en mi cuaderno de anotaciones sentado en uno de los bancos junto a la chimenea de la posada.

Pocos minutos antes de la cita calcé mis botas de caña, me eché sobre los hombros la gruesa pelliza de armiño y, con un candil de gas encendido –faltaba poco para la anochecida- me encaminé hacia el destino fijado.

Nadie asomaba por las calles de Plescen. Salvo los domingos y días de fiesta, era raro toparse con algún viandante después de las horas del trabajo. Soplaba un viento desagradable, de modo que decidí caminar con pasos rápidos. En poco tiempo llegué a la bocacalle de la que partía el camino hacia el antiguo matadero. Nunca había enfilado antes aquella oscura calleja. Con la noche ya señera y sin más luz que la tenue compañía de mi candil, por poco tropecé en un par de ocasiones.

Se me hizo largo el recorrido. Aquella calle, ya transformada en camino, moría al pie de la entrada al matadero. Éste, según los planos que tanto había consultado aquel verano, y si mal no recordaba yo, no distaba de allí más de doscientas varas. A un lado y otro seguía sucediéndose las casas de piedra vista y sin repellar, tristes y negras como la noche.

Por fin llegué a la parte final de camino. Eché un vistazo al lado derecho. Una estrecha senda conducía a un edificio, cuya silueta apenas era perceptible desde allí. Tomé la senda y a los pocos metros me topé de bruces con la casa: Era soberbia, de dos plantas.

Sus muros lisos y repellados lucían un espectacular despliegue de coloridos.
(Foto: Luis Echánove)

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