Dicen que la única forma de sanar a alguien deprimido es hacerle ser consciente de que su estado de postración tiene causas precisas y puede ser tratado acorde a éstas. Aunque duela.
El País Vasco es una sociedad enferma, psiciologica y moralmente. La democracia no rige en muchos de sus municipios, sometidos desde hace décadas a la implacable dictadura los matones de barrio. El miedo al tiro en la nuca condiciona cada segundo de la existencia de una fracción enorme de su población: policías, concejales, periodistas, jueces, empresarios, celadores o simplemente gente que piensa de un modo diferente al de la minoría fascista que lleva décadas dominando las calles, los bares y hasta las fiestas de pueblo. Pero, al margen de ese grupo de radicales enajenados, hay todo un gran segmento social, tal vez mayoritario, silencioso durante años, temeroso de todo y de todos…su silencio cómplice, su mirar a otro lado, han ahondado la brecha hasta convertirla en una sima enorme, en un pozo sin fondo de canallada, de ignominia, de debacle social y suicidio colectivo.
Del frontón al paredón como deporte nacional. Del socarrón vasco del chiste gracioso al vasco demente que da un tiro de gracia…del País Vasco como monumento vivo a la resistencia, al orgullo, la tradición y la nobleza a ser sinónimo de sangre…y de cobardía. En eso han convertido la tierra de mis antepasados.
Yo ya no sé si ETA es la causa o el síntoma de esa enfermedad. Lo que si tengo claro es que, mas allá del dolor, de las vidas que la banda terrorista siega, está ese mar de fondo, esa sociedad confundida, que solo últimamente –cuando la banda de pistoleros y sus aliados de la coletilla y el cóctel molotov parecen haber perdido algo de fuerza- se ha atrevido a dar la cara.
El pueblo vasco deberá un día mirarse así mismo y preguntarse que ha pasado, como pudo ser secuestrado durante décadas en esa vorágine en la que tantos vascos andaban por la vida sin mirar a los lados, para no ver nada, mientras otros tenían que mirar por todos los rincones, hasta debajo de los coches, para saber si les quedaba algo de futuro o les tocaba morir esa mañana.
Independencia o no. Ese debate me importa, pero poco. Lo que en verdad me preocupa es como tratar la depresión moral de la sociedad vasca.
Esas balas alojadas en el cráneo de un muchacho de veintipocos años en un hospital de Bayona han dormido su cerebro. Ojalá despierten en cambio el de tantos vascos de buena voluntad, que todavía hoy duermen el sueño de los injustos.