Durante
siglos la esclavitud fue un ingrediente natural de las relaciones socioeconómicas
de Occidente, hasta que un puñado de individuos en el siglo XIX, tenidos al
principio por locos o antisociales, comenzó a combatirla con la fuerza de sus
argumentos y sus convicciones. Pudo no
haber sucedido. Sin esos valientes tal vez todavía hoy millones de seres
humanos nos serían considerados personas. Pero sucedió. No por azar o por una evolución
natural de las cosas. Ocurrió porque hubo quienes fueron capaces de alzar su voz y
jugarse su posición social, su prestigio o incluso su vida por aquello que
consideraban justo.
Hasta
hace no muchas décadas la pena de muerte se aplicaba cotidianamente en casi
todo el planeta. Hoy, afortunadamente, ha sido erradicada de Europa, América Latina
y muchos otros países del mundo. No fue tampoco aquí el cambio resultado de un
proceso espontaneo; fue obra de la visión profundamente humanista inicialmente de
unos pocos.
La prohibición del
trabajo infantil en muchas partes del mundo, el surgimiento e la conciencia medioambiental,
el comienzo del fin de la opresión de minorías sexuales… todas las grandes transformaciones
sociales en curso son el resultado del impulso de aquellos capaces de trascender
la inmediatez, levantarse y gritar con su voz y su ejemplo: ‘Así no, basta ya, esto hay
que cambiarlo.”
Son siempre
personas con nombres y apellidos, de carne y hueso, las que están detrás de los
grandes cambios a favor de la democracia, de la libertad, de la justicia, del respeto,
de la igualdad. A veces conocemos sus nombres, y terminan siendo aceptados en el elenco de los protagonistas de la Historia con mayúscula: Ghandi, Luther King, Mandela… pero junto a ellos hay también otros muchos héroes que, aunque anónimos, son imprescindibles.
Cuando una nueva transformación social positiva ya se ha logrado, todos la disfrutamos y
al final terminamos percibiéndola como algo natural, como si siempre hubiera estado
ahí; pero en verdad es a la sangre de los justos a quien debemos lo que somos.
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