Taclobán, capital de la isla de Leyte y cuna de Imelda Marcos, es una soñolienta población de provincias con ese sabor de trópico lánguido propio de las ciudades de segunda en los países de tercera. Puede visitar hace unos meses el palacio que Imelda y Ferdinand se construyeron allí en los ochenta.
La entreda principal da acceso a una capilla del tamaño de una catedral, que a la vez sirve de distribuidor a las docenas de habitaciones. Preside el templo una imagen aterradora del Niño Jesús de Praga, rodeada de juegos de luces estilo puticlub. En el segundo piso, un retrato inusitadamente grande de Imelda como Venus semidesnuda brotando de un fondo de coral observa al perplejo visitante con maliciosa sonrisa de acrílico pastoso. Costosas piezas atiborran todos los rincones de la casa, incluidos pasillos y cuartos de baño. La extraordinaria colección reúne, por ejemplo, el contenido íntegro del palacio de la Zarina en Volgogrado, comprado a capón por los dictadores (sillones, iconos, cortinas...). Hay también porcelanas chinas en abundancia, sillas rococó, aparadores versallescos, pintura contemporánea de las mejores firmas, y por todas partes bustos, fotografías y retratos de Imelda con actores de Hollywood, caciques árabes o presidentes norteamericanos.
Terminé la visita y salí a la calle -al chavolismo, a los niños mendigos, a los triciclos conducidos por hombres esqueléticos, a los hediondos puestos del mercado -. Imelda goza de libertad y jamás ha sido sentenciada en Filipinas por sus horrendos crímenes y robos al pueblo filipino. Su hermano es el alcalde de Taclobán, su hijo mayor el gobernador de Ilocos y una de sus hijas parlamentaria en el Congreso.
Miro a las montañas que rodean Tacloban y tengo un recuerdo para los guerrilleros que pueblan sus espesuras. Y les deseo, desde el fondo de mi corazón, que algún día bajen de las sierras y hagan libre a este país maravilloso.
La entreda principal da acceso a una capilla del tamaño de una catedral, que a la vez sirve de distribuidor a las docenas de habitaciones. Preside el templo una imagen aterradora del Niño Jesús de Praga, rodeada de juegos de luces estilo puticlub. En el segundo piso, un retrato inusitadamente grande de Imelda como Venus semidesnuda brotando de un fondo de coral observa al perplejo visitante con maliciosa sonrisa de acrílico pastoso. Costosas piezas atiborran todos los rincones de la casa, incluidos pasillos y cuartos de baño. La extraordinaria colección reúne, por ejemplo, el contenido íntegro del palacio de la Zarina en Volgogrado, comprado a capón por los dictadores (sillones, iconos, cortinas...). Hay también porcelanas chinas en abundancia, sillas rococó, aparadores versallescos, pintura contemporánea de las mejores firmas, y por todas partes bustos, fotografías y retratos de Imelda con actores de Hollywood, caciques árabes o presidentes norteamericanos.
Terminé la visita y salí a la calle -al chavolismo, a los niños mendigos, a los triciclos conducidos por hombres esqueléticos, a los hediondos puestos del mercado -. Imelda goza de libertad y jamás ha sido sentenciada en Filipinas por sus horrendos crímenes y robos al pueblo filipino. Su hermano es el alcalde de Taclobán, su hijo mayor el gobernador de Ilocos y una de sus hijas parlamentaria en el Congreso.
Miro a las montañas que rodean Tacloban y tengo un recuerdo para los guerrilleros que pueblan sus espesuras. Y les deseo, desde el fondo de mi corazón, que algún día bajen de las sierras y hagan libre a este país maravilloso.
(Foto de Luis Echánove)