Se desperezó despacio y todavía entumecido por la humedad de la caverna. Palpó el suelo con cuidado en busca de las sencillas abarcas de piel de cabra. Ya calzado, se levantó pausado y se dirigió hacia el patio. Contempló por breve tiempo su imagen reflejada en el agua del pozo, rebosante desde al última crecida del Nilo. El resplandor de los primeros rayos solares iluminaba el templo como una antorcha ardiente. Llegó a la cocina. Encendió el fuego bajo la caldera, sin dejar de frotarse los brazos, presa del terrible frío del invierno en la Germania. Resentía el dolor de haber dormido con el yelmo puesto, junto a su indómito caballo, al raso, en la áspera y seca taiga de aquellos confines a la sombra de la Gran Muralla. Miró absorto el hogar, el chisporroteo de las brasas en el fuego, recordando, sin darse cuenta, la imagen pasajera de aquel voraz incendio que había destruido el cuerpo y el alma de la hereje frente a la iglesia en la plaza del pueblo. Tomó un cazo y se sirvió sobre el cuenquillo dos copiosas raciones de la sopa humeante. Sabroso desayuno, el mejor desde su llegada al puerto…¡ cuantas veces había soñado, durante su periplo oceánico, con aquella tosca sopa genovesa! Menos frugal que otras veces, agotó el caldo en poco tiempo, dejó la delicada taza sobre la noble mesa de pino tallado y se encaminó a los salones. La peluca le atosigaba…esbelta, poblada…la moda de París resultaba, de año en año, más inverosímil y menos cómoda. Se precipitó escalera abajo camino del hall del hotel, con prisas, colocándose el bombín atolondradamente. Ya en la calle, protegido de la rasca por el uniforme obrero, enseguida se percató de la ausencia del más simple pero fundamental de sus accesorios…¡el carné del partido! ¿Cómo acudir a aquel mitin tan crucial sin llevar consigo aquella mágica- pero peligrosa- credencial-? Regresó a la casa, introdujo la llave digital en la ranura mientras se aflojaba nervioso el nudo de la corbata. Todas las luces se prendieron a la vez en todos los cuartos, y la voz metálica y ecléctica del ordenador central pronunció aquellas mágicas palabras:
- “Llevo esperando este momento toda la eternidad”.