Pero la historia nos enseña que la inmensa mayor parte de los regímenes dictatoriales en realidad se inician a partir del uso de las reglas del juego de democrático: líderes autoritarios que con mensajes simples y populistas atraen muchos votos, obtienen el poder legítimamente en las urnas (en general con escaso margen- afortunadamente no toda la gente es fácilmente manipulable) y una vez logrado, alteran paso a paso las reglas del sistema y desde dentro se hacen con el control de todos los resortes del Estado, desmantelan la separación de poderes y logrando de ese modo perpetuarse.
Olvidamos fácilmente, por ejemplo, que Mussolini llegó al poder en Italia tras ganar limpiamente las elecciones en 1924; y otro tanto Hitler en Alemania en 1933, Perón en Argentina en 1942, Duvalier en Haiti en 1957, Marcos Filipinas en 1965, Milosevic en Yugoslavia en 1991, y muchas, muchísimas decenas de casos mas.
El modelo ha funcionado tantísimas veces, y sigue funcionando, porque en casi cualquier sociedad, hay un porcentaje muy elevado de personas que están dispuesta a sacrificar los valores democráticos, la diversidad y la libertad, a cambio de un sentido de certeza, seguridad y orgullo tribal. Muchas veces los dictadores siguen organizado elecciones, no ya tanto porque requieran legitimarse, sino porque su narcisismo enfermizo requiere de esos baños de apoyo.
La capacidad de un dictador populista para hacerse con el poder por medios democráticos es directamente proporcional al nivel de incertidumbre existencial que la sociedad esté viviendo. Ante el ‘caos’, la crisis social o económica o la sensación de pérdida de identidad nacional, el porcentaje de personas dispuestas a ceder democracia y regalar poder a un líder dictatorial aumenta tremendamente.
La lista actual de déspotas del mundo que han acorralado a la democracia en sus respectivos países, tras ganar elecciones legítimamente, no para de crecer: Maduro, Erdogan, Ortega, Putin, Orban, Duterte, Bolsonaro… ahora, tal vez, Trump.
Todos estos líderes cuentan con el respaldo de una parte importante de sus sociedades; en algunos, casos, incluso mayoritario. De hecho, en general no necesitan una gran dosis de mano dura para controlar a esa minoría díscola lo suficientemente arrojada como para hacerles frente; porque una parte sustancial de la sociedad les apoya, incluso fervientemente. Todos los dictadores, hasta los más sanguinarios, han contado siempre con el respaldo incondicional de una parte de la población…y la indiferencia de muchos otros.
El problema real no es la existencia de ególatras o psicópatas ansiosos de poder a cualquier precio. Tampoco podemos culpar solo a las deficiencias del propio sistema democrático, susceptible siempre, pors u propia lógica, de derivar en dictadura (manda el que tiene más apoyos, aunque se trata de un loco que odia a la propia democracia).
La raíz de toda dictadura esta, en el fondo, dentro de la propia sociedad; como una podredumbre ancestral siempre dispuesta a aflorar en los momentos de crisis.