lunes, 27 de noviembre de 2017

Olvidos

Un reputado musicólogo dice haber demostrado que al menos uno de los movimientos más brillantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven no es sólo el resultado de la brillantez creativa del compositor alemán, sino que fruto del mero azar. Tras revisar la partitura autógrafa y compararla con la primera edición impresa, el inquisitivo investigador parece haber comprobado que el tipógrafo, mientras copiaba la versión manuscrita, olvidó incluir la barra de repetición del scherzo y el trío del tercer movimiento.

Alguien podría pensar que un par de pequeños olvidos no parecen nada grave dentro del conjunto de una sinfonía, pero en realidad, pueden cambiarlo todo. Basta escuchar a un aprendiz de pianista cuando yerra alguna tecla de cualquier canción para entender a lo que me refiero. El asunto da para todo tipo de disquisiciones y juegos sobre el concepto mismo de la estética y la creatividad. Por ejemplo: ¿Deberían las orquestas a partir de ahora tocar ese movimiento de la Quinta Sinfonía incluyendo la repetición olvidada? Según una cierta concepción del arte, la respuesta debería ser “sí”, ya que hay que preservar siempre la literalidad de la obra tal y como fue concebida por el autor. Yo en cambio desconfío de esa idea quimérica de la fidelidad total al padre (o madre) del asunto. Llevada hasta sus últimas consecuencias, implicaría que en los conciertos no se deberían utilizar sistemas de reproducción electrónica del sonido (bafles, grabación estereofónica, etc) ya que, por muy perfectos y fiables que resulten, siempre distorsionan en alguna medida, aunque sea infinitesimal, la frecuencia del sonido que brota de los instrumentos musicales. Por la misma razón, sólo podrían utilizarse para tocar melodías del pasado replicas exactas de los instrumentos originales para los que fueron compuestas. Un violín actual, incluso el más artesano, no se fabrica igual a como se hacía en el siglo XIX, y sus propiedades sonoras varían siempre en algún grado.

 Al final siempre es preciso hacer concesiones. Dejar la cosa como está, y olvidarnos de esa olvidada repetición del scherzo y el trío del tercer movimiento de la Quinta Sinfonía tampoco va a hacer a Beethoven retorcerse en espasmos de cólera en su tumba más de lo que ya ha debido de retorcerse desde la invención de los transductores electroacústicos (alias micrófonos). Llevamos 205 años escuchando la Quinta de Beethoven sin la maldita repetición en el tercer movimiento. Si la costumbre es fuente del derecho, no veo porque no pueda serlo también de la creación musical.

Aunque Beethoven originalmente hubiera preferido incluir la barrita de las narices, el asunto es que para el común de los mortales el scherzo y el trío repetitivos sobran; y si Beethoven es Beethoven no es sólo por sí mismo…sino también gracias a los músicos que lo tocan, así como a los críticos musicales que lo juzgan y al publico en general que lo ama. Y para todos ellos, la única Quinta Sinfonía de Beethoven que existe es la de la partitura impresa, y no la que el maestro alemán escribió. Siempre se ha dicho que al final las grandes obras terminan superando a sus autores y cobrando vida propia al margen de estos. Cuando el obrero del taller de impresión de la primera partitura olvidó, en un lapsus no intencionado, incluir el símbolo de la repetición dibujado en el manuscrito, estaba con ello, sin saberlo, colaborando en la elaboración de la obra musical, o si se prefiere, perfeccionándola.

El carácter aleatorio y no volitivo de su pequeña omisión no quitan ni un ápice de creatividad a tal olvido. También el propio Beethoven, estoy seguro, se dejaría inspirar a veces a partir de divagaciones irracionales de sus dedos sobre el piano. Un autor no concibe su obra de una sola atacada, sino que ésta va brotando de él por caminos a veces inverosímiles y no intencionados y por tanto poco racionales. El error de impresión fue sin duda irracional… como irracional es de hecho, en enorme medida, toda creación musical.

 La Quinta Sinfonía de Beethoven es una de las cumbres de la historia musical de todos los tiempos, gracias entre otras muchas cosas, al olvido de un anónimo tipógrafo de partituras... pero, ¿fue realmente un olvido? Yo quisiera pensar que lo hizo a posta.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Mundo ideal

La culpa de todo la tiene Aristóteles. Tal vez exagero: la culpa de casi todo. Puede que educase bien a Alejandro Magno hasta hacer del chaval macedonio un conquistador compulsivo, pero por lo que respecta a su filosofía, su principal logro fue tirar por la borda la belleza del pensamiento griego anterior a él.

Me enseñaron en la escuela que la grandeza de los filósofos griegos radicó en dejar a un lado el pensamiento mítico y reemplazarlo por el culto al Logos, al raciocinio abstracto. En realidad, ese punto de inflexión solo se produjo con el plasta de Aristóteles y sus fabulas supuestamente objetivas sobre motores, causas y efectos. Los presocráticos, incluidos los pitagóricos, se movían aún en las apasionantes y surrealistas aguas del mito. Platón, por su parte, fue el eje intermedio del proceso, a caballo entre el mundo onírico y el racional. Platón fue el primero que logró esa curvatura del círculo consistente en bañar de racionalidad el mito, o, si se prefiere, en cubrir de poesía lo meramente cerebral. Por eso, para mi Platón sigue siendo el más grande.

Los pensadores que más admiro (Plotino, Spinoza, Bruno, Kierkegaard, Hegel y el idealismo, los románticos, Nietzsche, Fromm, Jung, los existencialistas) son aquellos que se dejaron llevar por ese sabor a Oriente y a mística. Todos ellos bebieron de las fuentes de Platón. En cambio reniego de aquellos otros que, como el empalagoso Santo Tomás o el soporífero Kant, fueron incapaces de volar por encima de sus enrevesamientos neuronales.

La devoción extrema la racionalidad y al silogismo supone dejar a un lado todo aquello que en verdad nos motiva, y en ultima instancia, nos hace felices: el arte y la belleza, el mundo de los sentimientos, de los ideales, de los sueños y de (porqué no decirlo) la irracionalidad. Claro que también en el campo platónico ha habido interpretaciones desvariadas que no han conducido a nada bueno (por ejemplo: la malversación que los nazis hicieron de Nietzsche), pero sigo pensando que el idealismo está mas cerca de lo esencialmente humano que la noción escolástica de la vida, según la cual todo se explica por causas y efectos analizables con el raciocinio.

Al final ha resultado que las ciencias puras han dado la razón a Platón. Ni los átomos ni las supernovas se rigen por esa lógica lineal y estrecha de gusto aristotélico.

Seguimos en la misma cueva de siempre, mirando siempre el reflejo de un mundo ideal.

(Foto: Luis Echanove)

Isla imaginaria

domingo, 19 de noviembre de 2017

Diálogo menor

- Está bien- dijo, pero sabía que mentía. No estaba bien, no. Casi nada estaba bien. De hecho, todo discurría tan rematadamente confuso que las diferencias entre “bien” y “mal”, o incluso entre “estar” y “no estar” comenzaban a carecer de importancia.

 - Me alegro- respondió su contertulio, sabiendo también que mentía y que, alegrase o no ya no entraba entre sus prioridades.

 Ambos tomaron asiento en sus respectivos despachos y prosiguieron enzarzados en la ardua tarea de descalificar la deuda soberana de algún pequeño país al que arruinar.

El hexágono

De entre mis muchas obsesiones, la de buscar sentineleses es, sin duda, la más estrambótica de todas. 

Ya he escrito aquí en un par de ocasiones sobre los huidizos habitantes de Sentinel del Norte. Situada en el archipiélago de Andamán, en el Océano Índico, esta isla tropical rodeada de arrecifes y completamente cubierta por una tupida jungla, constituye el último rincón poblado del Planeta Tierra sobre el que ninguna nación ejerce una soberanía efectiva. Sentinel está poblada por un número indeterminado de “negritos”, esto es, pigmeos negroides asiáticos, dedicados a la caza y a la recolección, y cuya forma de vida es más o menos semejante a la del resto de la humanidad en el paleolítico. 

Nada sabemos de la lengua de los sentineleses, de sus costumbres o de su religión. Ni siquiera se sabe dónde se sitúan concretamente sus poblados. La única evidencia de su existencia son algunas fotografías vagas de hombres y mujeres desnudos tomadas desde la costa por un antropologo indio, que, en los años ochenta, acompañado de policias fuertemente armados, llegó a tomar pie en la isla. Los sentineleses se volatilizaron en la espesura ante su presencia. El antropólogo regresó después en varias ocasiones a las difíciles costas de la isla. Arrojaba cocos a las aguas, y los sentineleses, desde la distancia, los retiraban con precaución. 

Los sentineleses no son la única comunidad indigena completamente aislada del mundo exterior. En la Amazonia y en Papúa Nueva Guinea todavía sobreviven algunas tribus sin ningún contacto con el resto de la familia humana. Pero el caso de los sentineleses es el más fascinante de todos, por su aislamiento (se trata de una isla) y porque su territorio, estrictamente, no pertenece a ningún país (la India lo reclama, pero jamás ha ejercido ningún dominio efectivo). 

Para mi fortuna, por alguna inescrutable razón la resolución de Sentinel del Norte en Google Earth es verdaderamente detallada, semejante a la de las zonas urbanas de Europa o Estados Unidos. En cuanto me dí cuenta de ello, decidí ejercitar el absurdo entretenimiento de buscar a sus pobladores. La isla no es pequeña (sesenta y tantos kilómetros cuadrados), y la compacta masa forestal cubre integramente su superficie. Ante tales dificultades, no contaba, por supuesto, con identificar individuos, pero si al menos toparme con alguna traza de presencia humana. 

Oscultaba al azar, sin orden ni concierto. Mi vista se agotaba al poco rato de tanto mirar ese tapiz constante de copas de árboles. Pero al segundo día de ejercitarme en este inconfesable vicio de jugar a ser explorador por control remoto, de forma casual identifiqué en medio de la espesura una forma exagonal casi perfecta, semejante a una gran sombrilla contemplada desde el cielo. Apenas se diferenciaba de la naturaleza del entorno, pero, observada con detenimiento, era evidente que sólo un milagro podría haber dado a un árbol una forma geométrica tan perfecta. Sí, aquello parecía si duda una gran cabaña, en la que tal vez convivían varias familias. Enseguida me precipité a otras páginas de Internet para saber cómo describieron los viajeros del siglo XVIII y XIX las viviendas originales de las tribus de las otras islas del archipiélago Andamán (hoy en día construyen chabolas con los desechos de los emigrantes indios). Encontré reproducciones de viejos grabados en las que claramente se reproducían grandes cabañas exagonales de paja. No me había equivocado. Había hallado las coordenadas exactas del lugar dónde habitan algunos de los individuos del pueblo más aislado, remoto y desconocido del planeta; pero no estaba orgulloso, me sentía miserable, como un intruso que ha desvelado un secreto a su pesar. 

Quise imaginar que estarían haciendo en ese mismo momento los pobladores de aquella choza en medio de la selva. Sentí una enorme sensación de vértigo, porque tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, los sentineleses acaban de apercibirse de que alguien les había descubierto . 

Desde entonces por la noche, cuando duermo, en mi sueños escucho a veces un susurro de conversaciones en un idioma que no conozco.

Cuento sin sentido

-'Y el poema que nunca se acaba no es, tampoco, un poema circular'-, dijo rotundo, poniendo así fin a tan brillante conferencia. El público aplaudió con cierta solemnidad. El animal ruido de golpear las palmas de las manos para expresar jubilo o asentimiento parecía transformase en un acto de elevada reflexión metafísica, tras los muros de aquel respetable centro del saber. Recogió con cuidado las cuartillas del discurso manuscrito y abandonó el estrado con cierta prisa. Temía y a la vez despreciaba a esos preguntones cobardes, de último momento, que no osan nunca alzar su mano y dirigir sus interpelaciones en público y que esperan, agazapados en el pasillo, para entablar conversación con el conferenciante. Así que aligeró su paso, alzando la mano en saludos sin destinatario, y se encerró rápidamente en su despacho. Oculto de las miradas, cerró los ojos y se repitió mentalmente las ultimas palabras de su brillante presentación: 'Y el poema que nunca se acaba no es tampoco un poema circular'. 

Unos nudillos golpearon la puerta del despacho. Preguntó 'quien es'. Respondió una voz de mujer joven. Por cortesía la dejo pasar. No reconoció el rostro, ni las delgadas piernas, no reconoció nada de nada. Y ella dijo: 'Tomás, esa frase, tú ultima frase en la conferencia de hoy, es brillante'; el sonrió, sonrió por el comentario y sonrió porque no se llamaba Tomás. Aquella joven no sabía ni su nombre, o tal vez le confundía con otro, o se había equivocado de puerta, o de pasillo, o de Facultad, o puede que incluso de ciudad. 'Perdone señorita, yo no me llamo Tomas…'. No puedo acabar la frase; ella le interrumpió resuelta: 'Si, pero esa ultima frase….el poema circular…'-. El se sentía molesto; quería estar solo; aquella desconocida le inquietaba.'Yo-insistió- no me llamo Tomas. Me llamo Federico, Federico Rojas Álvarez, y soy poeta y director del departamento de semiótica….' Pero ella le volvió a interrumpir, aludiendo de nuevo a la frase final, al broche glorioso de las palabras pronunciadas en público apenas un rato antes. 'Mi pregunta a usted es la siguiente: el poema sin fin, si no es circular, ¿Qué es?'. –'la respuesta a esa pregunta- acertó él a responder- hay que buscarla, me temo en otra parte…consulte Internet, lea revistas, diviértase, usted no tiene edad de preguntarse a si misma, ni tampoco de preguntarme a mi, este tipo de cuestiones'. Ella azorada abandono el despacho, sin despedirse. 

 Y él, de pronto se apercibió de toda la farsa escondida bajo su piel. Lloró amargamente unos treinta minutos y al fin escribió el único poema sincero de toda su vida. Se llamaba 'Poema circular'.